La 411

Los pasos de Víctor resonaban sobre la acera con ecos de cansancio y hastío. Frente a él, la mole de piedra y cristal reflejaba los últimos rayos de sol de la tarde. El hotel Astor supondría su sexta tentativa de encontrar alojamiento en una ciudad con la ocupación hotelera al completo. Si no disponían de una habitación para él, la posibilidad de pasar la noche al raso se volvía cada vez más real.

La culpara era de una convención internacional dedicada al material de oficina. ¿Quién iba a imaginar que algo tan anodino pudiera mover a tantísima gente? Él no, desde luego. De haber sido así, hubiera pospuesto su viaje para otro momento más adecuado. Solo quería visitar los monumentos más emblemáticos y un par de museos, recorrer algunas calles y comer en aquel restaurante que le traía tan buenos recuerdos. En cambio, en vez de disfrutar de su estancia en la ciudad que lo acogió durante su época de estudiante, Víctor se veía obligado a vagar como alma en pena buscando un lugar donde dormir.

Al cruzar la entrada del hotel, le recibió un amplio vestíbulo tenuemente iluminado donde sonaba música suave de jazz. A la izquierda, media docena de personas saboreaban diferentes bebidas mientras charlaban junto a la barra del bar; a la derecha, una mujer de mediana edad y gesto aburrido le observaba desde detrás del mostrador de recepción. Una chapa dorada en su pecho proclamaba que era la Sra. Almudena.

—Buenas tardes, bienvenido al Astor —saludó la recepcionista—. ¿En qué puedo ayudarle?

A pesar de lucir una sonrisa cargada de profesionalidad, su mirada apática y cansada delataba que no podría hacer mucho por él si no tenía reserva. Aun así, debía intentarlo.

—Hola. Busco habitación, no sé si habrá algo disponible.

—Lo siento, no tenemos ninguna libre.

—¿Nada? —Su voz sonó más suplicante de lo que hubiera deseado—. Tal vez alguna cancelación de última hora, o alguien que no haya llegado.

—Estamos al completo. Hay una convención de…

—Sí, lo sé —interrumpió Víctor. Si escuchaba otra vez que unos vendedores de folios, lapiceros y grapadoras le iban a obligar a dormir en la calle, era muy probable que perdiese la cabeza y cometiera alguna locura—. ¿Está segura de que no hay nada? Quizá una habitación en obras, o cerrada por mantenimiento. ¡Lo que sea!

La Sra. Almudena lo contempló con algo en los ojos que parecía tristeza. ¿Tan desesperado parecía?

—Ya le digo que está todo ocupado, siento mucho no poder hacer nada por usted.

Sabiendo que no lograría nada discutiendo, Víctor lanzó un profundo suspiro colmado de resignación y se dirigió hacia la salida. Una súbita corriente helada le hizo estremecerse. «Bueno», pensó, «seguro que paso más frío durmiendo en la calle».

—¡Espere un momento! —oyó que decía la recepcionista.

Víctor se volvió con parsimonia. Por muchas ilusiones que se hiciera, lo más probable es que quisiera recomendarle otro sitio que, a buen seguro, también estaría lleno. La mujer, en cambio, miraba hacia los lados algo nerviosa, como si no quisiera que nadie les viera hablando juntos. Por alguna razón que no alcanzaba a entender, su rostro se había ensombrecido. Más intrigado que otra cosa, se acercó de nuevo al mostrador.

—Puede que haya una habitación libre —admitió ella—. Nunca la ofrecemos si podemos evitarlo, porque casi todas las quejas y malas reseñas que recibe el Astor provienen de clientes que han pernoctado en esa habitación.

—¿Por qué? ¿Qué le ocurre?

—¡Oh, nada importante! Algunos ruidos, fallos eléctricos, problemas con la calefacción y el aire acondicionado… Un cliente incluso nos reportó una vez que los reflejos le jugaron malas pasadas.

—Comprendo.

—¡Pero la habitación está bien! —se apresuró a tranquilizarlo la Sra. Almudena—. Mantenimiento lo ha comprobado en varias ocasiones y todo funciona a la perfección. Si la quiere, la 411 es suya.

La suerte de Víctor acababa de experimentar un giro que no podía creerse; cuando ya lo daba todo por perdido, sucedía aquello.

—¡Por supuesto! —aceptó. En seguida se arrepintió de haber mostrado tanto entusiasmo; con todo lo que le había contado la mujer sobre esa habitación, era probable que hubiera logrado algún descuento.

—De acuerdo. Déjeme su documento de identidad.

Víctor sacó su DNI de la cartera y se lo entregó a la recepcionista. Menos de diez minutos después, entraba en su habitación de la cuarta planta.

Satisfecho, lo primero que hizo fue darse una ducha; el agua caliente arrastró, como si de suciedad se tratara, los restos del malestar e incertidumbre que le había generado su deambular en busca de alojamiento. Mientras se secaba, la luz del cuarto de baño titiló y él tembló de frío durante unos instantes. Si eran cosas de ese tipo las que permitieron que aquella habitación quedara libre para él, no pensaba quejarse de ellas.

Una vez aseado, se dio cuenta del hambre que tenía. Llevaba todo el día sin probar bocado, pero con el estrés sufrido apenas lo echó de menos. Tras un vistazo al reloj de su muñeca, le pareció que era buena hora para cenar. Se puso una camisa limpia y unos vaqueros oscuros y decidió que probaría el restaurante del hotel.

Cuando se estaba abrochando los zapatos, un repentino y nauseabundo olor invadió el cuarto. Era una mezcla entre podrido y quemado, una peste intensa y pegajosa que no solo entraba por las fosas nasales, sino que también irritaba los ojos y se podía paladear. Reprimiendo una náusea, Víctor descorrió las gruesas cortinas con la intención de ventilar la habitación. Una pequeña pegatina le indicó que no podría hacerlo: «Por motivos de seguridad, todas las ventanas de las habitación del hotel permanecen cerradas de forma permanente. Disculpen las molestias».

Aguantando la respiración, quiso salir corriendo al pasillo en busca de aire fresco. Al darse la vuelta, se pisó uno de los cordones del zapato que todavía no tenía anudado y se dio de bruces contra el suelo enmoquetado. Los dientes entrechocaron con fuerza y dio gracias de no haberse mordido la lengua. Alzó la cabeza, renegando de su torpeza, y dio un bote asustado. Por un instante creyó ver unos pies descalzos junto a él. Sin duda, el golpe y la vista le jugaron una mala pasada, porque al instante siguiente allí no había nada.

Se levantó, masajeándose el mentón magullado y, todavía inquieto por la visión que acababa de sufrir, se dio cuenta de que ya no quedaba rastro del fétido hedor. Olfateó en busca de aquel aroma tan desagradable, pero había desaparecido hasta el punto en que dudó de que hubiera existido de verdad.

Un poco confuso, terminó de prepararse sin más incidentes extraños y abandonó su cuarto. Mientras bajaba en el ascensor, pensó en los motivos por los que la dirección del hotel no ofrecía a sus clientes la 411. Una cosa eran los pequeños fallos eléctricos o del aire acondicionado y otra muy diferente que te asaltara un olor a bicho muerto. Sin embargo, la alternativa a renunciar a la habitación era pasar la noche en la calle.

La cena resultó sublime. Tanto el servicio como los manjares de los que disfrutó le hicieron olvidar todos los males sufridos un rato antes. Para favorecer la digestión, salió a la calle a dar una vuelta. Aunque las horas nocturnas eran bastante frescas, el paseo tuvo en Víctor un efecto vigorizante. A su regreso, se sentó en uno de los taburetes altos que había en el bar del hotel y pidió un gin-tonic. Tres copas después y un poco achispado, volvió a su habitación poco antes de la media noche.

Agotado por el trajinar de un día extraño, no tardó mucho en irse a la cama. Además, la agenda que le esperaba al día siguiente iba a ser intensa, con una ruta turística por toda la ciudad que pondría a prueba la resistencia de sus piernas. También intentaría encontrar otro alojamiento. No había vuelto a suceder nada extraño, pero prefería ocupar una habitación que no intentara asfixiarle con una peste a podredumbre.

Acostado bocarriba, le asaltó una curiosidad morbosa por saber qué decía la gente de aquel hotel, así que desbloqueó su móvil e introdujo el nombre del Astor en el buscador de internet. No le fue muy difícil encontrarlo; aunque coincidía con un famoso hotel neoyorquino clausurado décadas antes, aquel en el que estaba hospedado era el único en el país que se llamaba de esa forma.

Como única fuente de iluminación en la oscura habitación, la luz del teléfono se reflejaba en el rostro de Víctor y en el resto de superficies. Tumbado en la cama y con la cabeza apoyada en la almohada, hizo caso omiso de los dibujos y sombras que se creaban con cada destello, también de la figura que creyó percibir por el rabillo del ojo; ignoró todo y se centró en la pantalla del móvil.

Las opiniones de los clientes eran idénticas a las de cualquier otro producto; la mayoría eran excelentes y las pocas malas solo reflejaban rencor y ánimo de hacer daño. Tras un rato en el que no encontró nada de relevancia, siguió un enlace que llevaba a un artículo que prometía resultar interesante.

Por lo visto, el Astor era uno de los hoteles con más historia de la ciudad. Allí se habían hospedado miembros de las casas reales más notables de Europa y dignatarios de todo el mundo; grandes estrellas de Hollywood e importantes artistas y músicos lo elegían como su lugar favorito para alojarse. Pero todo cambió a mediados de los ochenta, cuando un incendio arrasó con medio edificio. Pese a que la estructura consiguió salvarse, el hotel nunca se llegó a recuperar de la catástrofe. En cuanto a pérdidas humanas, la tragedia pudo ser mucho peor: de los más de trescientos huéspedes registrados en ese momento, solo hubo tres víctimas mortales.

Víctor sintió un escalofrío solo de imaginar que alguna de esas tres personas pudo perecer en aquella misma habitación. Buscó más información al respecto sin encontrar nada relativo a sus identidades. Pensativo, con el sufrimiento que se debía de padecer al morir abrasado dándole vueltas en la cabeza, fue sucumbiendo al sueño.

No llegó a dormirse del todo cuando el calor le despertó. No era tanto como si hubiera un fuego en la habitación, pero sí suficiente para hacerle sudar. Todavía con el móvil en la mano, presionó el botón para que la pantalla iluminara la estancia. Con la visibilidad que otorgaba esa poca luz, retiró hasta los pies de la cama la manta y la colcha con que se cubría y se dejó encima solo una sábana.

El brillo seguía dibujando formas caprichosas al rebotar en las superficies o al arrojar sombras en las paredes: una flor nacida de un cenicero de cristal, las aguas de un mar en calma reflejado de la lámpara del techo, la constelación nebulosa que devolvía la pantalla del televisor, la persona que lo observaba desde el pie de la cama…

—¡Hostia puta! —gritó, incorporándose y pegando la espalda todo lo que podía al cabecero de la cama.

Aquella figura era real.

Se trataba de una persona no muy grande, del tamaño de un adolescente, aunque era imposible determinar su edad o su género: su rostro, cubierto de costras y quemaduras, era una máscara renegrida que deformaba cualquier rasgo; su mejilla derecha había desaparecido y, a través del hueco que dejaba en la cara, se podían ver la mandíbula y algunas piezas dentales; la oreja de ese mismo lado estaba recogida sobre sí misma, apenas un cartílago derretido pegado a la cabeza; los ojos, que resplandecían con brillo velado, eran dos pelotas blanquecinas que contrastaban con la piel sucia y chamuscada que los rodeaba; de su cuero cabelludo no colgaban más que unos pocos mechones, cortos y desperdigados, de los que brotaban diminutas volutas de humo. Tampoco el cuerpo ayudaba a adivinar su identidad, pues estaba más abrasado incluso que la cara: de primeras podía parecer que estaba desnudo, pero aquí y allá se veían fragmentos de tela calcinados que se fundían con la piel; en el pecho y en los costados las quemaduras habían consumido la carne hasta el punto en que se veían las costillas; las manos, tan afectadas como los brazos, retorcían los dedos de falanges descarnadas para convertirlas en unas aterradoras garras.

El fantasma, porque no podía ser otra cosa, permanecía inmóvil, con la vista clavada en los ojos de un Víctor que intentaba pasar desapercibido. Apenas se atrevía a respirar, por mucho que el miedo le obligara a coger grandes bocanadas de aire. El tiempo que pasó en cuclillas sobre la almohada y apretado contra la pared se le hizo infinito, pero no le importaba esperar otra eternidad mientras la figura permaneciese allí.

Entonces descendió la temperatura. Su fino pijama, húmedo de sudor por el calor que lo acosara minutos antes, se volvió frío como el invierno. Víctor comenzó a tiritar. La sábana era insuficiente para cubrirse y la manta, la misma que le sobrara hacía un rato, reposaba a los pies de la cama, justo donde se encontraba el fantasma. Si quería cogerla tendría que acercarse a la figura, algo que no pensaba hacer por nada del mundo.

A su izquierda, en la mesilla de noche, descansaba el teléfono fijo. Tal vez, si llamaba a recepción, pudiese pedir que alguien subiera a la habitación. Fingiría un infarto u algo por el estilo; a fin de cuentas, no descartaba que el miedo le provocara de verdad un ataque al corazón.

Intentó moverse lo más lento posible, con la esperanza de que la maniobra pasara inadvertida a la figura abrasada. Aun así, la cabeza de esa cosa giraba con la misma pausa, sin apartar ni un instante de él aquellos ojos blancos. Dando las gracias por que solo se limitara a seguirle con la vista, alcanzó el auricular, se lo llevó a la oreja y pulsó el cero.

No había señal.

Aterrado, se volvió hacia el aparato con tal brusquedad que se cayó de la cama y golpeó la mesilla con la cabeza. Ni el aturdimiento ni el dolor fueron suficientes para diluir el miedo que le oprimía. Se incorporó al instante, esperando encontrarse al ente a su lado. Por suerte, seguía en el mismo punto en que antes.

Un poco más tranquilo y sin dejar de vigilar a la figura, lo intentó de nuevo con el teléfono. Colgó varias veces, probó con diferentes teclas, lo sacudió con vehemencia… Nada de lo que hacía daba resultado, la línea estaba muerta.

El mundo se le vino a Víctor encima. Con el auricular todavía entre su oreja y el hombro, la desesperanza hizo que empezara a sollozar. Las lágrimas le escocían en los ojos y quemaban allá por donde se escurrían. Sin parar de gimotear, mantenía la mirada fija en la figura.

—¿Quién eres? —preguntó con voz suplicante—. ¿Por qué estás aquí, qué quieres?

Aunque no esperaba ninguna respuesta, o tal vez por ello, se sorprendió al ver que el fantasma torcía el cuello y abría la boca. Un hedor a carne abrasada y a medio descomponer, proveniente del pozo negro que era aquella boca e idéntico al que le asaltara por la tarde, invadió la habitación. Entonces escuchó el quejido.

Por muy aterrador que resultara el gruñido, fue peor todavía que sonara directamente en su oído a través del auricular del teléfono. Movido por un impulso, Víctor arrojó el aparato contra la pared. De nada sirvió; aunque se tapara los oídos, siguió escuchando el lamento gutural de aquella cosa incluso por encima de sus propios gritos.

Solo fue consciente de que cerraba los ojos con fuerza cuando cesó el sonido. Deseó abrirlos de inmediato, pero tampoco se atrevía a hacerlo. Al final, tras una par de inhalaciones profundas en las que la persistente fetidez casi le hizo vomitar, levantó los parpados poco a poco.

Un punto luminoso, brillante como solo puede serlo una llama en medio de la oscuridad, se encendía y apagaba a un ritmo constante. Víctor, que no creía posible sentir más miedo, ahogó un grito al ver al fantasma en pie encima de la cama. La mirada velada ya no estaba clavada en él; los ojos, que reflejaban el fuego intermitente que brotaba del mechero con el que jugaba, estaban fijos en algún punto entre la pared de la habitación y el infinito.

Liberado del escrutinio de aquel ser, Víctor reconoció la oportunidad de escapar. Si conseguía llegar hasta la puerta, podría irse del hotel. Ya le daba igual pasar la noche en la calle, ver museos o el material de oficina. Se sentiría feliz solo con alejarse de aquella pesadilla, de abandonar la 411 y no acercarse nunca más al Astor.

Todas sus esperanzas se esfumaron en cuanto realizó el primer movimiento. No fue brusco, tampoco largo. En realidad, apenas se había desplazado unos pocos centímetros. No obstante, fueron suficientes para llamar de nuevo la atención de la fantasmal criatura, que volvió a mirarlo fijamente. La pequeña lengua de fuego que prendía en el mechero cada vez que lo accionaba ya no se apagó.

—No sé qué es lo que quieres de mí —imploró Víctor, que lloraba de nuevo. A pesar de que ignoraba si aquel ser era capaz de razonar, no perdía nada por probarlo—. Si puedo hacer algo por ti, dímelo. ¡Lo que sea! Haré lo imposible por ayudarte, si es eso lo que buscas. Pero, por favor, ¡no me hagas nada!

Las súplicas parecieron tener un efecto en la fantasmal figura aunque, dada la siniestra sonrisa que esbozaron sus labios descarnados, no era el deseado. Los ojos blanquecinos refulgieron con más fuerza, como si le vieran de verdad por primera vez. Con lentitud pasmosa, levantó la mano que sujetaba el mechero y lo sostuvo frente a su horrible y mutilado rostro.

—Papá y mamá dicen que jugar con fuego puede ser peligroso —dijo con voz ronca. La sonrisa se ensanchó más todavía.

Todo lo que llegó después sucedió a cámara lenta: el fantasma abrió los dedos, esos mismos que lucían retorcidos; mientras el encendedor caía, Víctor lanzó un grito desesperado, sabedor de lo que seguía a continuación. En efecto, el mechero cayó sobre la cama y esta comenzó a arder con una virulencia sobrenatural.

Las llamas se elevaban hasta el techo y no tardaron en extenderse por las paredes de la habitación y el resto del mobiliario. Encima de la cama, la figura fantasmal se había convertido en una tea ardiente. Su rostro, ahora una máscara de sufrimiento, se retorcía en muecas de dolor. Sus gritos se confundían con los de Víctor que, empujado por el calor asfixiante, se vio obligado a retroceder. Por mucho que buscara una salida, frente a él se alzaba un muro ígneo que le impedía llegar hasta la puerta.

El calor no era el único peligro; lentamente, el humo iba convirtiendo la atmósfera en irrespirable. A la desesperada, agarró una de las gruesas cortinas y, con un fuerte tirón, la arrancó de su riel. El fuego apenas había prendido en un lateral, por lo que todavía podía servirle de protección. Se la pasó por encima como si fuera una capa y se preparó para atravesar las llamas. Solo tenía que contar hasta tres para reunir valor y recorrer los escasos metros que le separaban de la salvación.

—Uno.

Inhaló una gran bocanada de aire que le ardió en los pulmones.

—Dos.

El humo, que empezaba a ser intenso, le produjo un pequeño ataque de tos del que no tardó en recuperarse.

—¡Tres!

Antes de poder dar el primer paso, el ente saltó de la cama y se abalanzó contra él. Los dos cuerpos se enredaron y las llamas prendieron en la tela. Víctor, que luchaba por desembarazarse tanto de la cortina en que se había enfundado como del fantasma, lanzó un aullido de dolor al sentir las primeras quemaduras. Fuera de sí, empezó a retorcerse y a chocar contra la pared y los muebles. Las sacudidas consiguieron liberarle de la figura, pero no sirvieron para apagar el fuego que le envolvía. Más bien al contrario, las llamas cada vez eran más intensas y le provocaban más daño.

Al final, tras mucho forcejear, logró sacarse la cortina de encima. Los ojos le lloraban por culpa del calor y del humo; la piel le escocía allí donde el fuego había besado su cuerpo; la garganta casi no le dejaba respirar, irritada tanto por el fuego como por sus agónicos alaridos. Sin embargo, nada de eso sería comparable a morir en el incendio.

Ya no disponía de tiempo para cuentas atrás, tenía que salir de allí de inmediato, sin importar los daños que sufriera. Gritando para insuflarse fuerzas, Víctor dio el primer paso que le llevaría hasta su salvación. Al igual que en su anterior intento, la fantasmal criatura le impidió huir.

De nuevo aferrado a él, esta vez el fuego prendió en todo su ser. Sentía cómo devoraba piel y carne, cómo hervía la sangre en sus venas; con cada inhalación, las llamas llegaban hasta sus pulmones para quemarlo por dentro; cada célula de su cuerpo, desde la más trivial hasta la más relevante, era un clamor por el sufrimiento al que estaba sometida.

Ya sin ánimo de luchar y deseando que la muerte le liberara de todo aquel dolor, se dejó caer de espaldas contra las ventanas que le separaban de la noche. A su contacto, el cristal reventó y Víctor salió despedido hacia el exterior.

Quizá debido a su deplorable estado, no le sorprendió verse suspendido en el aire el tiempo suficiente para contemplar la habitación 411 desde fuera. Se encontraba igual que cuando entró en ella por primera vez unas horas antes. Era como si allí jamás hubiera habido un incendio; incluso la cristalera, esa que acababa de atravesar, estaba en perfecto estado. Desde detrás de esa misma ventana, una figura calcinada observaba cómo se precipitaba hacia su final

Antes de estrellarse contra el suelo, un pensamiento atravesó la mente de Víctor: sin duda, la gente se preguntaría al día siguiente cómo se las ingenió para salir ardiendo de un lugar en el que no había rastro de fuego y caer por una ventana que no se podía abrir. Su última esperanza fue que, al menos, les robaría algo de protagonismo a los de la convención de materiales de oficina.