Dioses de Nueva Asgard

—¡Maldita escoria! —murmuró Christoffer entre dientes, sin dejar de morder ni un instante la astilla que tenía en la boca—. Como vuelvan a aparecer, te juro que…

Un carraspeo a su lado hizo que no terminara la frase. Vibeke lo miraba con dureza mientras pasaba la piedra por el filo de su espada. Fingiendo no sentirse intimidado por la mujer, Christoffer se rascó la rojiza barba y escupió al fuego.

Las tres tumbas cavadas a escasos cien metros hacían que la moral del grupo distara bastante de estar en su punto más álgido. No esperaban tener bajas tan pronto. Sabían que existía la posibilidad de que ninguno regresara con vida, pero eso no les importaba. No, siempre y cuando la misión que tenían por delante acabara con éxito.

—¿Cuánto tiempo más tenemos que esperar? —dijo Kjerstin. La pregunta iba dirigida a Erik, lo más parecido a un líder que tenían en aquel pequeño grupo.

—Por lo menos hasta que anochezca.

—Sigo creyendo que vendrá —respondió Ásbjörn, saliendo de su habitual mutismo. La duda le estaba carcomiendo por dentro. Hacía más de tres horas que habían quedado allí; sin embargo, su confidente seguía sin dar muestra de vida.

Sus cinco compañeros clavaron la mirada en él, que ya no dijo más. Todos confiaban en Ásbjörn, pero no se podía decir lo mismo del otro. En completo silencio, cada uno de los guerreros volvió a sumirse en sus pensamientos.

—El hedor de esos traidores empieza a llegar hasta aquí. —Christoffer se levantó y comenzó a pasear inquieto, arrojando a la hoguera la astilla mordisqueada—. ¡Ojalá siguieran vivos para poder matarlos otra vez! Mi hacha está deseando probar de nuevo su sangre.

—Sabemos que quieres vengar a tu esposa —le recriminó Ingelise, que jugueteaba con una de sus flechas. Su enrojecido rostro estaba surcado por lágrimas ya secas, mezcla de rabia y tristeza—. Pero recuerda que también era mi hermana mayor. ¡Que tu ansia de sangre no haga que su sacrificio sea inútil!

Kjerstin, que en ocasiones todavía mostraba esa falta de madurez propia de quien acaba de abandonar la adolescencia, se apresuró a abrazar a su pareja en un vano intento de reconfortarla. Por supuesto, Ingelise rechazó el consuelo, pues no se consideraba merecedora de la balsámica compasión de nadie. La malograda Jannike no era la única que cayó durante la escaramuza de aquella mañana: Göran y Fredrik, los gemelos pelirrojos, también sucumbieron ante el ataque de la patrulla que defendía la playa. Si miraban un poco más allá, podían contarse por cientos los guerreros muertos en la batalla del Arcoíris, que recibió ese nombre por considerar que la oportunidad que le brindaban al pequeño grupo era un puente para llegar a Nueva Asgard. Y si se ampliaba la perspectiva al máximo, las miles de millones de muertes que habían asolado el mundo durante los últimos cincuenta años hacían que la pérdida de un solo ser querido quedara en una simple menudencia.

¡Medio siglo! Según el antiguo calendario, se encontraban en el año 2107. Aunque claro, el antiguo calendario llevaba en desuso desde el día en que los siete dioses aparecieron en el mundo. En ese momento la cuenta se puso a cero y dio comienzo a una nueva era. Parecía mentira que ya hubiesen pasado cincuenta años desde que el mundo se fue al garete.

Siete meteoritos cayeron en el mar del Norte, a ochenta kilómetros de la costa danesa y a cincuenta de la sueca, y en ese mismo punto nació la isla que ahora se conocía como Nueva Asgard. Los tsunamis que se generaron, si bien fueron devastadores, resultaron nimios en comparación con lo que vino después. Los meteoritos resultaron no ser tales, sino seres que respondían a los nombres de antiguos dioses y diosas de la mitología nórdica: Odín, Bragi, Eir, Thor, Frigg, Loki, Iðunn. Nada más desvelar su forma real, comenzaron con su labor de conquista.

Se hacían llamar æsir, al igual que en la antigua mitología nórdica. Más grandes que un hombre normal, pero sin llegar a ser gigantes, demostraron unas capacidades y habilidades extraordinarias: su monstruosa fuerza física desafiaba los límites de la lógica, capaz de derribar edificios con las manos desnudas y sin necesidad de esforzarse; la piel que cubría sus cuerpos, más resistente que el más duro de los metales, hacía que las balas de gran calibre rebotaran como pelotas de goma que chocaban contra una pared; sus armas, similares a las que nombraban las leyendas, a pesar de tratarse de espadas, arcos, martillos, lanzas y escudos, tenían mayor poder destructivo que un ejército entero; aun así, lo peor de todo eran su inteligencia y su astucia, unidas a un incomprensible anhelo de destrucción y a su voluntad de conquistar cuanto veían.

El fin de la civilización comenzó ese mismo día y concluyó menos de dos semanas después. Todos los núcleos de población con más de unos pocos miles de habitantes fueron reducidos a ruinas y sus moradores masacrados sin compasión. Ejércitos de todas las nacionalidades colaboraron entre sí como no lo habían hecho nunca, pero resultó inútil; los æsir eran inmunes a todos sus ataques, por muy numerosos y espectaculares que fueran los despliegues armamentísticos. Ni siquiera el último recurso, el arsenal nuclear, hizo mella en esos seres infinitamente superiores a los humanos.

La red eléctrica cayó a nivel global a las primeras de cambio y fue cuestión de tiempo que los combustibles fósiles empezaran a escasear. Tras siglos de constantes avances científicos, la humanidad se vio sumida en una nueva edad media en un abrir y cerrar de ojos.

Solo hubo una zona en el mundo que se libró de la destrucción masiva e indiscriminada de los æsir: Escandinavia. En palabras de los mismos dioses, la antigua afinidad que este pueblo había mantenido siempre con ellos les otorgaba la posibilidad de rendirse y servirlos, convertidos en los privilegiados de una raza menor condenada a desaparecer.

Fueron muchos los que se unieron a esa iniciativa, escogiendo una vida de esclavitud junto a los vencedores antes que una libertad llena de penurias y condenada, con toda seguridad, a una muerte terrible. La mayoría lo hicieron por miedo, pero no todos. Hubo quienes, a pesar de los actos de los æsir, todavía los veneraban y se consideraban sus elegidos, orgullosos de entregar el resto de sus vidas para complacer a tan majestuosos seres.

Ingelise hizo una mueca de desagrado al pensar en esos traidores. Esas sabandijas, humanos que luchaban en contra de la humanidad, eran los que habían acabado por la mañana con Jannike, Göran y Fredrik; los mismos que presentaron feroz resistencia en la batalla del Arcoíris para impedir que ellos pudieran llegar hasta aquella maldita isla.

Un ruido, procedente de los arbustos tras los que se protegían del suave y gélido viento, sobresaltó al grupo. Todos se pusieron en pie en tan solo un segundo, prestas las armas para desafiar a cualquier enemigo que les acechara.

Aunque eran hijos y nietos de generaciones poco acostumbradas a pelear, ellos eran guerreros. Por sus venas corría sangre vikinga, y los momentos de necesidad habían despertado en ellos los genes de la lucha y la guerra, los mismos que llevaron a sus antepasados a expandirse por el mundo y sembrar el terror allá por donde pisaban. Muchos se referían a ellos, a todos los que luchaban, como los nuevos vikingos. Y ellos, sobre todo los nueve que partieron hacia Nueva Asgard, se consideraban auténticos herederos de aquella orgullosa raza.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Erik, que alzó la voz lo suficiente para asegurarse de que el intruso pudiera escucharlo. La espada bastarda que blandía lanzaba destellos reflejados de la hoguera.

—¡Tranquilos, humanos! —respondió una voz gutural, proveniente de todos lados y de ninguno—. No necesitareis esas armas contra mí.

Afirmando las espadas, hachas y escudos en sus manos, los guerreros se agruparon, espalda contra espalda, formando un círculo para poder vigilar todo el perímetro.

—¡Muéstrate! —gritó desafiante Christoffer, mostrando una furia implacable que solo el derramamiento de sangre podría apaciguar. La gran hacha que sujetaba con las dos manos, todavía con manchas pardas de la batalla de por la mañana, comenzó a balancearse de un lado a otro—. Solo eres un cobarde que se esconde. ¡Muéstrate!

Algo parecido a un borrón rojo y verde rodeó al grupo y todos cayeron al suelo, desarmados y aturdidos. Cuando alzaron la vista, vieron frente a ellos al ser que los había derribado.

Parecía humano, pero todos sabían que no lo era. Desde el suelo, los algo más de dos metros y medio que medía le conferían el aspecto de un gigante; la chaqueta de lana roja y la capa verde no conseguían disimular la poderosa musculatura del dios; el rostro, cubierto por una barba rubia recortada y perfilada, resplandecía con los reflejos del fuego que ardía a solo unos metros; y los ojos, de un azul pálido tan frío como el hielo, sonreían al contemplar a los humanos tendidos a sus pies.

—¡Loki, amigo! —dijo Ásbjörn mientras se ponía en pie y mostraba una de sus escasas sonrisas—. Llegas cuatro horas tarde. Ya no esperábamos verte por aquí.

—Los æsir somos desconfiados por naturaleza —se excusó Loki—. Solo somos siete, lo que significa que sobre cada uno de nosotros recaen seis pares de ojos. Es difícil escabullirse con tanta vigilancia.

—Sigo sin fiarme de ti —dijo Vibeke, que enarbolaba de nuevo la espada y el escudo—. ¿Por qué quieres ayudarnos en la lucha contra tus congéneres?

—¿Otra vez con estas? —Loki no parecía ofendido, más bien hastiado—. No tengo por qué explicaros mis acciones. Si habéis decidido confiar en mí, hacedlo hasta las últimas consecuencias y puede que tengáis una oportunidad de terminar vuestra misión con éxito. Si no queréis confiar, entonces habéis venido al peor lugar que existe en vuestro mundo.

—Claro que confiamos en ti —intercedió Ásbjörn, que era quien más trato había tenido con Loki—. Es solo que estamos muy tensos: hoy hemos perdido a tres compañeros; además, somos conscientes de que el futuro de la humanidad depende de nosotros y eso pesa demasiado.

Erik colocó una mano apaciguadora sobre el hombro de Vibeke. La mujer, la mayor del grupo con mucha diferencia, lo miró con dureza, pero al poco las arrugas que rodeaban sus ojos se suavizaron y por fin bajó su arma. Conocía y entendía los recelos de su compañera, que había nacido el mismo día en que aparecieron los æsir. Quizá por eso su odio hacia ellos fuera un poco mayor que el del resto.

—Entendemos tus razones y agradecemos tu ayuda de corazón —dijo Ásbjörn.

Su historia con Loki venía de antiguo. Durante los preparativos de la misión, les contó a sus compañeros que el dios se había opuesto desde un primer momento al plan de los otros æsir, y que incluso salvó a muchas personas de un cruel destino, él incluido.

Desde los tiempos antiguos, Loki había envidiado a los hombres. Deseaba vivir entre ellos como uno más, a pesar de que esa forma de pensar era considerada sacrilegio en su mundo; los humanos eran seres inferiores, poco mejores que el resto de animales, y solo se les permitía continuar con su existencia porque no interferían en sus asuntos.

Loki siempre fue un incomprendido entre los suyos. Aunque se encontraba entre los más poderosos de los poco más de mil habitantes de Asgard, sus ideas y su forma de pensar siempre lo posicionaban del lado contrario a la opinión pública, lo que le hacía parecer un enemigo del sistema establecido. Nadie confiaba en él, muchos lo tomaban por un paria. Sin embargo, nada de eso importó cuando llegó el temido Ragnarök.

Las leyendas decían que el Ragnarök lo provocarían los gigantes de fuego, pero no hubo rastro de ellos; tampoco de los gigantes de hielo. Fue una guerra entre los propios æsir lo que marchitó Asgard. El despliegue de poder que se generó durante la lucha rasgó el delicado velo que mantenía unidos los nueve reinos de Yggdrasil, provocando el colapso de los mundos. Solo siete dioses, de los más poderosos de todos, consiguieron escapar a tan temido acontecimiento.

Que los æsir hubieran acudido a la Tierra fue una mera cuestión de supervivencia. El problema residía en que no estaban dispuestos a compartirla. Solo Loki, que veía la oportunidad de ver cumplido su antiguo deseo, anhelaba una convivencia pacífica con la raza humana.

—¿Lo has traído?

La áspera voz de Vibeke sacó a Erik de sus pensamientos.

Mientras Loki se revolvía buscando algo en el interior de su capa, Christoffer, Kjerstin y la propia Vibeke blandieron otra vez sus armas, atentos ante cualquier movimiento sospechoso. Al cabo de unos segundos, sacó un paquete de tela blanca que entregó a Ásbjörn.

—¿Es la punta? —preguntó, entregándole a su vez el fardo a Erik. Loki asintió con la cabeza.

El paquete era más grande de lo que parecía en manos del dios y pesaba más de lo que aparentaba. Dejándose llevar por las ganas de contemplar el objeto, Erik retiró el envoltorio de seda aterciopelada; una pieza de oro, alargada, puntiaguda y afilada, devolvió los brillos reflejados de la hoguera.

—Yo mismo la he retirado de la lanza Gungir y sustituido por una réplica. Solo un arma forjada con técnicas y materiales de Asgard puede dañarnos. Clavádsela a Odín o a cualquiera de los otros y se llevarán una desagradable sorpresa.

—¡Solo es la punta! —se quejó Ingelise.

—Será suficiente. Una vez encajada en un mango del tamaño apropiado, resultará tan letal como cuando el propio Odín empuña la verdadera Gungir completa.

Con suma reverencia, Erik volvió a guardar la punta de la lanza en la tela. No podía creer que entre sus manos tuviera la llave que podría salvar al mundo. Una ligera sensación de vértigo, que resultó casi agradable, lo envolvió por unos segundos.

—Sabes que con esto podemos matar a los últimos de los tuyos, ¿verdad?

—Lo sé —respondió Loki, y sus ojos brillaron durante un instante. Aunque su aspecto era idéntico al de un humano más grande de lo habitual, había algo en los æsir que los hacía del todo diferentes. Nadie sabía decir qué era pero, mientras duró, el brillo de sus ojos hizo que ese algo desapareciera—. Nuestro tiempo ha pasado, y fuimos nosotros quienes desatamos el Ragnarök. Nadie debería pagar por los errores que otros han cometido.

Vibeke soltó un gruñido, mitad risa mitad bufido, ante tal afirmación. Luego se volvió para acercarse al fuego; no quería escuchar las palabras de agradecimiento que tanto Erik como Ásbjörn iban a prodigarle al dios. Christoffer y Kjerstin prefirieron mantenerse junto a ellos, aunque en ningún momento soltaron sus armas.

—Debo regresar ya —dijo Loki después de la corta conversación—. No puedo desaparecer de la vista de mis compañeros durante mucho tiempo sin levantar sospechas. De verdad deseo que triunféis en vuestra misión; el mundo que habitáis no merece el destino que nosotros, los æsir, le estamos imponiendo.

Hizo una reverencia, se volvió haciendo ondear su capa, y dio dos pasos hacia el lugar del que había salido. Entonces se escuchó un silbido, seguido de un golpe sordo, y Loki se detuvo con brusquedad, soltando un gemido que puso a los humanos los pelos de punta. Se oyó otro silbido y, cuando el ruido del golpe que lo acompañaba murió en el aire, el dios cayó al suelo.

Parecía un muñeco desmadejado. De su pecho, en el lugar donde los humanos tenían el corazón, nacían dos astas con el extremo ribeteado de plumas doradas. Ásbjörn y Erik corrieron a su lado.

—¡Está muerto!

Mientras el resto del grupo se acercaba al dios caído, una nueva flecha surcó el aire, atravesó el escudo de Ingelise como si fuera papel y alcanzó su pecho con fuerza suficiente para que la mujer saliera volando por los aires.

—¡No! —gritó Kjerstin.

—No lloréis sus muertes, pronto os reuniréis con ellos.

La voz, más grave y profunda que la de Loki, amenazaba con reventar los tímpanos de quienes la escuchaban. De entre las sombras apareció un personaje casi tan alto como el que yacía muerto en el suelo. Más fornido que Loki, su indumentaria era similar, salvo que la chaqueta roja que lucía uno era un chaleco de piel curtida que dejaba a la vista un imponente físico en el otro. La barba, más blanca que rubia, estaba atada en una serie de trenzas que le llegaban hasta el pecho.

—¡Es Bragi! —dijo Kjerstin con un débil susurro, intentando contener las lágrimas. Su familia murió tres años atrás a manos de ese monstruo y ahora había acabado con el amor de su vida.

—Nunca me gustó y ahora entiendo por qué: era un traidor.

Los guerreros vikingos, conscientes de la amenaza que se cernía sobre ellos, empuñaron las armas. Nadie se preocupó por el estado de Ingelise, ni siquiera Kjerstin o su cuñado Christoffer; lo más probable era que ya hubiese muerto, y si no lo había hecho, la única manera de poder ayudarla era derrotar a Bragi.

—Nunca fuisteis bienvenidos a este mundo —dijo Erik, levantando la voz y alzando la mirada para fijarla en la del enorme enemigo, que sonreía divertido ante lo que consideraba presas fáciles—. Si vuestras intenciones hubieran sido otras, podríamos haber convivido en armonía. Pero escogisteis la lucha, decidisteis exterminar a una raza solo por considerarla inferior. Quizá seamos inferiores a los æsir. Sin embargo, los humanos nunca nos rendimos; podrás acabar con nosotros aquí y ahora, pero siempre habrá quien vuelva a intentarlo. No cejaremos en nuestro empeño de recuperar este mundo, que nos pertenece por derecho propio. Ya cometisteis un error y puedes estar seguro de que se convertirá en vuestra ruina.

Una risa contenida sacudió el cuerpo de Bragi, aunque luego dejó escapar unas sonoras y burlonas carcajadas.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál fue ese error?

—Permitisteis vivir a la raza cuyos antepasados os adoraron. Deberíais saber que por nuestras venas corre sangre vikinga, los mayores guerreros que han poblado nunca este planeta. ¿Acaso creísteis que caeríamos rendidos a vuestros pies, besando por donde pisáis y cantando vuestras alabanzas?

—¡No sois más que basura! —gritó Vibeke, escupiendo a los pies del dios.

—¡Basura! —corearon al unísono Christoffer y Kjerstin.

La risa de Bragi no desapareció al escuchar el insulto, pero su labio superior se torció en un gesto carente de humor y cargado de rabia.

—Ya lo has oído —continuó Erik—. Sois basura de la que hay que deshacerse, escoria que…

—¡Basta! —rugió el dios—. Me estoy cansando de vuestro parloteo, sobre todo de tu insolencia. Tenía pensado daros una muerte rápida. Ahora, en cambio, creo que me divertiré un poco más con vosotros. Os mataré con mis propias manos. ¡Desearéis no haber pisado nunca la isla de Nueva Asgard!

Tomándoselo con deliberada calma, Bragi dejó caer su arco al suelo y se descolgó el carcaj del hombro, soltándolo al lado. Entonces, en el mismo momento en que la aljaba tocaba la hierba, el dios inició su ataque, moviéndose a una velocidad endiablada que sorprendió a todos: una bofetada con el revés de la mano sobre el rostro de Erik le hizo salir despedido y chocar con Ásbjörn, obligándolos a soltar sus armas; un enorme puño, hundido en el vientre de Vibeke, la hizo doblarse y caer al suelo sin resuello; la rodilla que se estrelló contra el rostro de Christoffer le partió la nariz, hundió el pómulo e hizo saltar varias piezas dentales. Solo Kjerstin, que tuvo un poco más de tiempo y rodó para esquivar una patada, se libró de recibir daño en aquel primer envite.

—¿Y vosotros sois quienes queréis salvar a la humanidad?

Los guerreros apenas tuvieron tiempo de reponerse cuando Bragi reanudó su ofensiva. Asestó un poderoso codazo a Christoffer en el pecho, acompañado del chasquido de costillas al romperse; cerró su enorme mano alrededor del rostro de Kjerstin y la arrojó hacia la hoguera como si de un pelele se tratara; con una patada a la rodilla de Vibeke, que se dobló en un ángulo antinatural, se aseguró de que la mujer no volviera a levantarse; agarró a Ásbjörn de la pechera y lo alzó hasta poner su rostro a la altura del suyo para después propinarle un salvaje cabezazo en la frente; por último, una lluvia de puñetazos, a cada cual más brutal, consiguió arrancar a Erik más sangre que gemidos.

El dios contempló su obra, satisfecho. Los cinco humanos, que se consideraban orgullosos vikingos, yacían en el suelo, derrotados sin opción siquiera a defenderse. El que tenía la cara desfigurada y el pecho hundido ya estaba muerto; el resto, aunque todavía respiraban, no tardarían en unírsele. No parecía que ninguno tuviera ya fuerzas para levantarse, solo quedaba rematarlos… después de jugar un poco más con ellos.

Con más parsimonia que antes, se acercó a la mujer que aparentaba más edad. Al ver su rodilla rota, se le ocurrió una idea que parecía divertida: cerró su enorme manaza sobre el tobillo de la pierna herida y levantó el cuerpo. Los gritos de dolor que lanzaba la mujer le resultaban estridentes, por lo que decidió acabar ya con ella. Con la mano libre agarró la cabeza y le partió el cuello. Solo quedaban tres.

—Eso lo vas a pagar —dijo una voz a su espalda.

Bragi se giró y se sorprendió al ver a Erik, el hombre que antes lo había amenazado con tanta insolencia. La sangre que le brotaba de la boca, con huecos en la dentadura que antes no tenía, escurría por la fina barba y tenía un ojo tan hinchado que no podía abrirlo. Pese a todo, lo que llamó su atención fue el trozo de tela blanco que sujetaba en la mano izquierda, y un instante después reparó en el objeto dorado que mantenía en la derecha.

—¡La punta de Gungir! —dijo el dios—. Odín se alegrará cuando se la devuelva.

—Antes tendrás que arrancármela de las manos.

Bragi sonrió y se encogió de hombros, aceptando el desafío como si de una simple banalidad se tratara. Al dar el primer paso hacia el hombre, algo se aferró a su pierna. Al bajar la vista vio el rostro ensangrentado de Ásbjörn. Intentó sacudírselo, pero no cedió. Se agachó para hacerlo por la fuerza y, en ese momento, algo golpeó su espalda. Kjerstin, la muchacha a la que había arrojado al fuego, intentaba atravesar su dura piel con una espada. Más molesto por la interrupción que por el daño, se giró para atizarle un manotazo, igual que si espantara una mosca. La humana salió volando y quedó tendida bocabajo, sin signos de que fuera a seguir molestando.

Volvió a centrar su atención en el hombre amarrado a su pierna y le asestó un puñetazo en la cabeza. Pero cuando consiguió soltárselo, un agudo dolor recorrió todo su ser. En un costado, bajo su brazo derecho, vio clavada la punta de Gungir, blandida con las manos desnudas del humano insolente.

Bragi, cansado de aquel juego, agarró al humano por los hombros con sus dos manos, estrujándolo con fuerza, y lo alzó hasta ponerlo a la altura de su cara.

—¡Eso es lo último que harás en tu miserable vida! —bramó.

—Tú también.

Aunque sabía que iba a morir y a pesar del dolor que sufría mientras Bragi lo aplastaba, Erik no pudo disimular una sonrisa. Lo último que vio antes de que la vida abandonara su cuerpo fue una flecha atravesar el cuello del dios.

Sorprendido por lo que acababa de suceder, Bragi se volvió. Vio a una mujer joven, con un asta de flecha rota clavada en el pecho, que sujetaba un arco. No era el suyo, que seguía en el mismo lugar donde lo había dejado. Así que, ¿cómo era posible que le hubiese herido? Sintiendo que las fuerzas le fallaban, cayó de rodillas.

Ingelise sacó otra flecha del carcaj del dios y la colocó en el arco. Eran un poco más grandes que las suyas, pero a esa distancia podía manejarlas bien. Dio unos pasos, acercándose un poco más a su objetivo, y tensó. Bragi se llevó las manos al cuello herido; intentaba decir algo, pero solo le salían una especie de gorgoritos. Sin ningún sentimiento de victoria, Ingelise soltó la cuerda y la flecha recorrió los pocos metros hasta clavarse en el pecho de aquel monstruo, justo donde estaría su corazón.

Uno de los dioses que había llegado al mundo para acabar con él estaba muerto. Dos, si también contaba a Loki. Por desgracia todavía quedaban cinco vivos; la misión era un fracaso. Solo Ingelise permanecía con vida y en su estado, herida como estaba, la muerte no tardaría mucho en alcanzarla a ella también.

Con las pocas fuerzas que le restaban, se acercó a todos sus compañeros caídos. Primero Christoffer, su cuñado; nunca le cayó demasiado bien, pero amaba a Jannike y la respetaba, y eso era más que suficiente para ella. Después tuvo un momento para Vibeke, a la que no admiraba solo por su fortaleza, sino también por el ejemplo de lucha que suponía para todos. Erik y Ásbjörn estaban muy cerca el uno del otro, junto al cuerpo de Bragi. Erik fue un buen líder, a pesar de que nunca lo había deseado, y Ásbjörn… Era simplemente Ásbjörn, ese compañero taciturno capaz de arrancar una sonrisa con un simple comentario antes de volver a sumirse en sus propios pensamientos.

Por fin se acercó al cuerpo de Kjerstin. Había evitado el momento, demorándolo hasta el final, pero ya no podía retrasarlo más. No quería verle la cara. Solo imaginar sus ojos vacíos hizo que Ingelise rompiera a llorar. Durante el último año, esa mujer lo fue todo para ella y ahora ya nunca más podría verla sonreír, escuchar su voz ni abrazarse a ella en las oscuras y frías noches.

—Deja de llorar y ayúdame a darme la vuelta.

Ingelise casi se cayó de espaldas al escuchar la débil voz. Tardó unos segundos en reaccionar pero, cuando lo hizo, se olvidó de que los demás estaban muertos y de que ella tenía una flecha clavada en el pecho.

—¡Kjerstin! ¡Estás viva! ¿Te encuentras bien? Creí que te había perdido.

—Yo también.

Después de ayudarla a incorporarse, las dos mujeres se abrazaron, colmándose de besos entre lágrimas.

—Todavía tenemos una misión que cumplir —dijo Kjerstin al cabo de un rato.

—¿Misión? —respondió Ingelise, confusa—. Solo quedamos nosotras dos, y en nuestro estado no creo que duremos demasiado. Es imposible que podamos hacer frente a esos malditos monstruos.

—Tú misma se lo dijiste a Christoffer: no podemos permitir que el sacrificio de nuestros compañeros caídos sea en balde. Ahora tenemos armas que pueden acabar con los æsir. Puede que nosotras no podamos usarlas, pero si regresamos con ellas, hay gente que sí podrá hacerlo. Está en nuestra mano ofrecerle esta oportunidad al mundo.

Estupefacta, Ingelise besó a Kjerstin en los labios y la ayudó a recostarse de nuevo. Luego, haciendo el mayor esfuerzo de su vida, se separó de ella.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a registrar los cuerpos de esos dos dioses. —Ingelise hizo una pausa—. Con un poco de suerte, si llegamos vivas al continente puede que lo hagamos con algo más que un arco, unas flechas y una punta de lanza.