Darach

Desde su posición en la linde del bosque, Kalen observaba con nerviosismo la quietud de la pradera que no había de durar mucho. Ni el viento ni el trino de los pájaros osaban quebrar el silencio; hacerlo significaba dar comienzo a una tormenta cargada de dolor y muerte.

—¿Cómo hemos llegado a esta situación? —se preguntó por enésima vez. La respuesta, una vez más, fue acallada por su mente antes de que su boca la pronunciara. Suficiente tortura era conocer la verdad como para tener que oírla de sus propios labios.

El joven, de piel pálida y pelo negro y lacio, vestía la túnica más blanca de las que disponía. La ceñía a su cintura un fajín rojo, del que colgaban una hoz dorada y un pequeño saquito de piel. El contenido de la bolsa, en realidad, no era tan pesado como lo sentía.

Aún quedaba un rato para que el sol alcanzara su zenit. Cuando lo hiciera, todo daría comienzo y él se vería obligado a decidir si intervenir o no. Siendo sincero consigo mismo, sabía que en verdad solo había una opción; sin embargo, dudaba que el valor le alcanzara para hacer lo que debía.

Desde el oeste, un leve rumor llegó hasta sus oídos. Kalen tragó saliva, haciendo que el bulto de su garganta subiera y bajara en el cuello. Mientras el murmullo crecía, cada vez más cercano, se secó repetidas veces el sudor que empapaba sus manos, restregándolas una y otra vez sobre la tela blanca de su túnica. Todavía no podía ver al ejército liderado por Albitius, el jefe de su poblado natal, pero no tardaría mucho en aparecer sobre la loma, montado a caballo y escoltado por sus hombres de confianza.

Poco antes de que sus figuras se recortaran contra el cielo, el sonido de las gaitas creció en el este. Tales honores no hacían sino confirmar que, para la aldea dirigida por Valmanno, aquella batalla significaba mucho más que una simple trifulca entre vecinos.

Albitius y Valmanno, dos notables líderes entre los suyos, y también grandes amigos. Su amistad, iniciada cuando no eran más que unos niños que jugaban con espadas de madera, fue el pilar que terminó por consolidar la alianza que, durante generaciones, había existido entre ambos poblados. Desde que ellos se pusieran a la cabeza de sus vecinos, las cosas habían ido siempre a favor de viento. Eran muchos quienes agradecían a los dioses esa unión y rezaban por que la armonía durase varias generaciones más.

A pesar de todo y como suele suceder, cuando mejor van las cosas es cuando más propensas son a torcerse. Así lo había aprendido Kalen durante sus años de formación, y así sucedió con el idílico periodo de prosperidad del que todos disfrutaban. Por supuesto, hubo una influencia externa que propició el desmoronamiento de aquella alianza, aunque ni Valmanno ni Albitius eran capaces de discernir más culpable que su antiguo amigo.

En esa misma región tan próspera existía una tercera aldea. Sus habitantes vivían en relativa paz con los de las otras dos, pero nunca fueron alcanzados por los lazos de amistad que unían a aquellas. Todos conocían la ambición de Bretwolco, su caudillo, que anhelaba expandir sus dominios y, con ello, su propia gloria. Si algo se lo impedía, era el temor a la alianza existente entre los poblados de Albitius y Valmanno.

La paz y la calma llevaban reinando en la región durante mucho tiempo, algo inusual entre aquellas gentes. Entonces, de un día para otro, comenzaron los malos augurios. Primero fueron las ovejas que aparecieron muertas, sin señal alguna de haber sido atacadas ni muestras de enfermedad o envenenamiento; más tarde llegaron las cosechas echadas a perder, pudriéndose el grano todavía en la espiga. La única explicación que los druidas eran capaces de dar fue que los dioses, por alguna misteriosa razón, estaban poniéndolos a prueba.

Se realizaron los sacrificios necesarios y se llevaron a cabo los rituales pertinentes. Todos esperaban que los caprichosos dioses se vieran satisfechos. Sin embargo, la situación empeoró cuando todas las mujeres encinta perdieron a sus bebés nonatos. El castigo que sufrían aquellas pobres gentes parecía no tener fin.

Fue Maeve, la maestra de Kalen, quien descubrió ante los dos jefes la conspiración del tercero.

—Mientras la desgracia se ceba con las gentes a vuestro cuidado —dijo cuando se reunió con Albitius y Valmanno—, los seguidores de Bretwolco disfrutan de una prosperidad que no han conocido en lustros.

Los dos caudillos se miraron sin comprender las implicaciones de lo que trataba de contarles la druida.

—¡Explícate, venerable anciana! —La otrora potente voz de Valmanno sonaba débil y cansada. Su nieto fue una de las criaturas que nunca llegaron a nacer y la madre, la única hija del orgulloso jefe, también sucumbió sin que se pudiera hacer nada por su vida.

—Acompañada de mi aprendiz, intenté visitar su aldea, aunque no fuimos bien recibidos. —Un murmullo de exclamaciones recorrió a la muchedumbre que había acudido a presenciar la reunión; tal revuelo se debía a que los druidas eran reverenciados allá adonde fueran, y no cumplir con las debidas normas de hospitalidad se consideraba casi un sacrilegio—. Bretwolco tiene un nuevo consejero, alguien que parece poseer…

—¡Es un brujo! —interrumpió Kalen. Quiso continuar hablando, pero la mirada fulminante de su mentora hizo que callara y agachase la cabeza.

—¿Todos los males que nos asolan son culpa de la brujería? —preguntó Albitius.

—Es una posibilidad —admitió Maeve, reacia a confirmar que la hechicería tenía algo que ver con aquello. Si se extendía el rumor de que los poderes mágicos podían usarse para hacer daño, la influencia de los druidas podía verse afectada de forma muy seria, lo que desembocaría en un caos difícil de solucionar—. Sin embargo, no sabemos todavía cuál es su fuente de poder.

La concurrencia allí reunida empezó a murmurar. Todos conocían alguna historia sobre brujas y hechiceros, y las maldades que eran capaces de cometer. Que sus vecinos tuvieran tratos con una maléfica criatura de ignotos poderes hacía que todo lo sufrido en los últimos tiempos cobrara sentido.

—¡Silencio! —rugió la poderosa voz de Albitius. Cuando el ruido del gentío por fin se acalló, se dirigió a su análogo y a la druida—. Si es cierto que hay poderes arcanos de por medio, es solo cuestión de tiempo que ambas aldeas acaben sucumbiendo. ¡Debemos atacar!

Maeve no se mostró de acuerdo con ese plan de actuación, e intentó por todos los medios convencer a los dos jefes de que era una mala idea. Pero si algo era común a cualquier caudillo de cualquier asentamiento, era precisamente la beligerancia que dominaba sus actos.

Dos días después se produjo el enfrentamiento. Armados con espadas y escudos, y vestidos con sus petos de cuero, los guerreros de los dos poblados se reunieron frente a la fortificación de madera que protegía a la tercera aldea. Valmanno y Albitius encabezaban el pequeño ejército. Los dos hombres, imponentes con sus cuerpos cubiertos por sendas pieles de oso y lobo haciendo gala de su rango y jerarquía, avanzaron hasta situarse a escasos metros de la empalizada, acompañados de sus más fieles consejeros.

No hizo falta que nadie se asomara desde el otro lado, todos sabían que los habitantes del poblado estaban pendientes de cualquier cosa que se dijera o aconteciese.

Cumpliendo con su deber, Kalen acompañó a Maeve como representante sacerdotal. La anciana druida, que se había opuesto al enfrentamiento, no podía negarse a ser testigo de la batalla, aunque no por ello se veía obligada a intervenir. Desde lo alto de una colina, maestra y aprendiz observaron con atención el devenir de los acontecimientos.

—¡Bretwolco! —Albitius no necesitó alzar mucho su poderosa voz para hacerse oír—. Sabemos que te has confabulado con un practicante de artes oscuras para hacernos caer en desgracia. Eso no es propio de valerosos guerreros y orgullosos líderes. ¡No te teníamos por un ser cobarde y rastrero!

—¡Exigimos que nos entregues al brujo! —gritó Valmanno. Invadido por el ansia de la lucha, no quedaba rastro de su anterior afligimiento—. De lo contrario, la tomaremos por nuestra cuenta, sin importar qué o quién se interponga en nuestro camino. ¡Tienes hasta que el sol esté sobre nuestras cabezas!

Kalen pensó que aquello no era mucho tiempo. Aun así, la respuesta no se hizo esperar. Antes de que se cumpliera el plazo dado, la puerta de maderos que daba acceso a la aldea se abrió. Casi un centenar de hombres y mujeres, pertrechados para entrar en batalla, salieron en ordenadas hileras para colocarse junto a la empalizada. El penúltimo en aparecer fue Bretwolco, montando un caballo de pelaje rojizo. Tras él iba una figura oculta tras el embozo de su capa negra; de la mano llevaba las riendas con las que conducía un toro zaíno con los cuernos vendados.

Un creciente murmullo recorrió las filas del ejército atacante, propagándose la inquietud entre los hombres como el fuego sobre la paja seca.

—¡Es el brujo! —farfulló Kalen—. ¿Qué pretende hacer con ese pobre animal?

El misterio no tardó en resolverse. La oscura figura retiró la capa a la altura de su cintura y extrajo del fajín que sujetaba la túnica negra que vestía una hoz dorada. Era idéntica a la que él mismo usaba para realizar sus liturgias. La sangre manó a borbotones cuando pasó la afilada punta por el cuello del toro.

—¡Es un darach! —exclamó Maeve, escandalizada por lo que estaba viendo—. ¡Está llevando a cabo una perversión del ritual del muérdago!

Kalen palideció ante aquella aseveración. El ritual del muérdago era la más sagrada de las tradiciones druídicas: tras coger el muérdago que crecía en los robles, se sacrificaba a un toro blanco antes de orar a los dioses y realizar las peticiones deseadas. Llevado a cabo por un darach, la versión oscura de los druidas que practicaban magia negra, no era sino una siniestra imitación del venerado rito con fines perversos.

Aquel hubiera sido un buen momento para atacar, pero la visión del sacrificio, aterrador y fascinante a la vez, atenazó a los dos líderes.

—¿A qué esperáis, par de descerebrados? —los alentó la druida desde su posición.

Albitius fue el primero en reaccionar. Alzó su espada, que reflejó los rayos del cielo, y lanzó un grito que restableció el coraje en el corazón de sus hombres. Todos los guerreros le imitaron, alentados por la posibilidad de una muerte gloriosa e inminente, y emprendieron la carrera hacia la batalla.

Pese a que el enfrentamiento no duró mucho, fue tan salvaje como una lucha que se hubiera prolongado durante días. Las espadas de ambos bandos se clavaban en los cuerpos de sus enemigos, cercenaban miembros y segaban vidas. Los cadáveres se amontonaban sobre la hierba verde, ahora teñida de rojo por la sangre derramada.

A diferencia del comienzo de la refriega, que fue fraguándose durante varias horas antes de que corriera la primera gota de sangre, el final fue abrupto e inesperado. La tropa de Bretwolco detuvo los ataques y dejó caer sus armas, dejando su destino a merced de los enemigos. Los guerreros de Albitius y Valmanno, sorprendidos y desconcertados ante semejante actitud, detuvieron sus manos ejecutoras. Todas las almas vivientes que permanecían en el campo de batalla escudriñaban en derredor, buscando con inquietud el motivo de tan extraño comportamiento.

Cuando las miradas confluyeron sobre un punto cerca de la puerta de la empalizada, un rumor creciente, cargado de balbuceos asustados y exclamaciones elevadas a los dioses, cubrió toda la explanada. Allí, junto al toro degollado, yacía el cuerpo inerte de Bretwolco. A su lado estaban Maeve, con su túnica blanca salpicada de sangre, y el darach, de cuyo pecho asomaba el mango de una daga. Ambas figuras cayeron al suelo.

Kalen había sido testigo de la osadía de su maestra, que se internó entre los combatientes directa hacia el líder enemigo y su consejero. Bretwolco subestimó las aptitudes de Maeve, ya fuera por ser mujer o ser druida, olvidando que también eran capaces de combatir. El caudillo fue víctima de su arrogancia tanto como de la afilada daga que hendió su garganta. Tampoco ofreció mucha resistencia el druida oscuro, que solo atinó a defenderse con la misma hoz de oro con que realizara su perverso ritual.

Aquellos que todavía se mantenían en pie se acercaron a los tres cuerpos tendidos en el suelo, temerosos de lo que pudiera suceder. No en vano se trataba de un jefe de poblado, de un brujo y de una druida. Kalen se abrió paso entre el gentío para arrodillarse frente a su maestra, pero ya era demasiado tarde. La hoz dorada había cortado su vientre, y la sangre que fluía de la herida mortal empapaba ya las blancas vestiduras.

—Es una heroína —intentó consolarlo Albitius—. Ella sola ha acabado con un formidable guerrero y un poderoso hechicero. ¡Se entonarán canciones que relaten sus hazañas!

Kalen estuvo de acuerdo en que aquella gesta se merecía los más altos honores, aunque prefirió guardar silencio. Sin poder contener las lágrimas, por fin prestó atención a la figura envuelta en negros ropajes.

—¡Es una mujer! —dijeron los presentes cuando el joven druida retiró el embozo—. ¡Una bruja! ¿Cómo es posible?

Para él la sorpresa fue tan grande como para el resto. Pese a no ser muy comunes, sabía que Maeve no era la única mujer que se había investido de los poderes druídicos, por lo tanto no era de extrañar que también pudieran acceder al lado más siniestro de la magia. Sin embargo, lo sorprendente de ese caso era que aquella mujer hubiera logrado convertirse en consejera de un hombre como Bretwolco.

Unas manos enormes y ásperas apartaron a Kalen de los cuerpos. Cuando alzó la mirada, pudo ver a través de las lágrimas que empañaban sus ojos que se trataba de Valmanno. Sin ninguna ceremonia ni respeto por el cadáver del darach, agarró un fino cordón de plata que rodeaba su cuello y, de un solo tirón, se lo arrancó. Se trataba de un medallón plateado. Tenía incrustadas varias piedras transparentes que lanzaban destellos a la luz del sol, y se podían ver grabadas extrañas runas de las que Kalen desconocía su significado.

El caudillo alzó el colgante en señal de victoria.

—¡Nuestros días de penurias han acabado! —sentenció—. Nuestros enemigos han caído y sus guerreros se han rendido. Ahora decidiremos qué hacer con los supervivientes. Y esta noche, ¡celebraremos nuestro triunfo!

Aquellas palabras solo recibieron unos tímidos vítores. El cuerpo vestido de negro, a pesar de estar muerto, seguía incomodando a los presentes. Además, entre los congregados también había vencidos, cuyo destino pendía de un hilo. El castigo podía significar la ejecución de todos los habitantes de la aldea, ancianos, mujeres y niños incluidos, o podía quedar como un acuerdo de paz entre ambos bandos sin mayor consecuencia que la vergüenza y humillación de haber sido derrotados. Esa decisión dependería de lo magnánimos que se sintieran Albitius y Valmanno. Tras una profunda deliberación, acordaron que nadie recibiría más castigo del ya sufrido y se les permitiría continuar con sus vidas como hasta el momento, siempre que el nuevo jefe de la aldea rindiera pleitesía a los vencedores.

Durante el resto de la jornada se procedió con los preparativos del banquete con el que se celebraría la victoria. Kalen fue el encargado de sacrificar a los animales, haciendo honor a su cargo de druida y en memoria de la recién fallecida Maeve. Aquellos que participaron en la batalla esa misma mañana alardeaban de las gestas realizadas durante la lucha, cada vez más exageradas a medida que el sol se ocultaba tras las colinas y las reservas de vino, cerveza e hidromiel descendían. Sin embargo, nadie podía considerarse vencedor en tales discusiones, pues todos reconocían que la mayor gloria se la merecía la druida.

El banquete dio comienzo, y junto a la comida y la bebida, las chanzas iban y venían entre risas de unos y ofensas de otros. Por supuesto, no todos tenían el ánimo de divertirse: una veintena de buenos hombres habían perecido en la batalla, y su ausencia se hacía notar entre sus seres queridos.

Uno de los más afectados era el propio Kalen. Todos lo achacaban a la muerte de Maeve, pero había otra cosa que corroía sus entrañas. Desde que terminara la lucha, una idea no dejaba de rondarle por la cabeza. Se trataba del colgante que arrancó Valmanno del cuello de la druida oscura; aunque no tenía forma de estar seguro, sospechaba que era la fuente de donde extraía su corrupto poder. Si se equivocaba no sucedería nada; si estaba en lo cierto, la influencia del amuleto podía causar grandes males a toda la comunidad.

El druida apenas probó bocado y todavía bebió menos. En cuanto tuvo ocasión, se escabulló de la fiesta y rebuscó entre los trofeos obtenidos por la mañana. El colgante se encontraba en un lugar privilegiado, a la vista de todos, como un recordatorio de que ni siquiera la magia más tenebrosa era capaz de hundir a aquellas dos aldeas. Cerciorándose de que nadie le veía, Kalen se apoderó del amuleto y corrió hasta el bosque para ocultarlo. Lo envolvió con un poco de muérdago y lo enterró debajo de un roble anciano, con la esperanza de que tanto la planta recolectada con su hoz de oro como las raíces sagradas del árbol purificaran el objeto.

En aquel momento no podía imaginar que ese acto, realizado con su mejor intención, acarrearía nefastas consecuencias para todos. Incluso la alianza y hermandad entre los poblados de Valmanno y Albitius se vio tan dañada como para enfrentarse en una guerra abierta.

La desaparición del colgante causó una gran conmoción. Los más supersticiosos atribuyeron el hecho a los malignos poderes de la darach, convencidos de que había resucitado en busca de venganza. Esas habladurías se acallaron tras comprobar que el cuerpo seguía en el mismo sitio en que lo habían dejado, en lo alto de la montaña junto al resto de caídos en la batalla, prestos para ser devorados por los buitres para que sus almas se reunieran con los dioses.

Desde un principio, tanto Albitius como Valmanno recelaban del otro, aunque se guardaban sus sospechas para sí mismos. Ambos temían que su compañero, habiendo visto de qué era capaz el amuleto en ciertas manos, hubiese decidido olvidar la alianza que los unía y pretendiera subyugar al pueblo vecino. Sabían que eran temores vagos y sin fundamento. Sin embargo, cada desgracia acaecida en las aldeas no hacía sino alimentar las sospechas de que iban a ser traicionados por su amigo.

Empezaron a correr rumores en uno y otro poblado: si un niño se perdía en el bosque, si una anciana enfermaba, si aparecían gusanos en el pescado, si las partidas de caza no conseguían cobrarse ninguna pieza; todo ello era culpa de la magia negra, invocada por el caudillo de sus aliados gracias a la posesión del amuleto. Los dos jefes se negaban a dar voz a tales habladurías, a pesar de que ellos mismos creían que eran ciertos. Sin atreverse a acusar al otro, las relaciones entre ellos se tensaban cada día más. Nadie decía nada, pero todos sabían que era cuestión de tiempo que se sobrepasara el límite.

La gota que colmó el vaso fue un accidente que se cobró la vida del hijo de Albitius. Regresaba a su aldea tras pasar el día en la ciudad, realizando tratos comerciales de gran importancia para la supervivencia de todos los vecinos durante el invierno que no tardaría en llegar. Cerca de alcanzar su destino, una serpiente se cruzó en el camino y asustó a su caballo. El animal se encabritó y arrojó al jinete al suelo, con tan mala suerte que su cabeza golpeó una roca.

En cualquier otro momento, semejante hecho habría sido achacado al infortunio. En cambio, la mente de Albitius forjó su propia verdad. Como Valmanno había perdido a su hija y su bebé, no podía vivir sabiendo que él conservaba su descendencia intacta. Por eso recurrió al colgante y a sus oscuros poderes.

La acusación fue acompañada de una declaración de enemistad eterna, y la respuesta fue la promesa de una batalla para resarcir el honor de todo un pueblo.

Kalen intentó mediar en el enfrentamiento, luchar por evitar una masacre. Apeló a las buenas relaciones entre las aldeas, a la amistad que unía a los dos jefes, a las gestas que lograron juntos. Incluso amenazó con retirarles el favor de los dioses si continuaban con su afán de matarse unos a otros. Nada consiguió apaciguar la ira de los caudillos. Hizo todo lo que estaba en su mano, salvo una cosa: confesar que él era el responsable de la desaparición del objeto maldito.

Hacía menos de un año que había sido investido, y sabía que todavía necesitaba la guía de Maeve para convertirse en el líder espiritual que estaba destinado a ser. Aquella revelación le hubiera despojado de toda autoridad como druida. La mejor ocasión de decir la verdad se presentó el día después de haberse deshecho del amuleto, pero las dudas le asaltaron y no tuvo el valor de explicar sus motivaciones. Temía que no lo tomaran en serio por su juventud e inexperiencia; que cuestionaran sus actos, calificándolos como egoístas y llevados a cabo en beneficio propio; que lo acusaran de traicionar a aquellos a los que debía servir como nexo entre ellos y los dioses.

La confesión se tornaba más complicada con cada nuevo amanecer. Kalen hablaba con unos y otros, buscando las palabras que les hicieran entrar en razón, y solo se encontraba con interlocutores reacios a atender sus argumentos. No se rindió con la declaración de guerra de Valmanno, aunque sí vio muy mermadas sus opciones de evitar el conflicto.

Y así llegó el día en que las dos aldeas, hermanadas durante los últimos lustros, se enfrentarían en una cruenta batalla. El ejército de Albitius esperaba sobre una colina. Había reunido a todos cuantos pudieran luchar, sin importar su edad, su profesión, o que fueran hombres o mujeres; todos debían aportar su grano de arena para que la aldea prevaleciera.

Lo mismo sucedía con la tropa que dirigía Valmanno. Todas las personas capaces de portar un utensilio que sirviera como arma se encontraban allí. Las gaitas que anunciaban su llegada no se silenciaron hasta que todos ocuparon sus lugares.

Desde su posición, Kalen esperó a que los dos caudillos se acercaran para negociar la paz antes de que la muerte sobrevolara la pradera. No había sido invitado, pero él se aproximaría igualmente a ellos en un último intento de hacerles entrar en razón. Para su consternación, tal reunión no se produjo.

Cuando Valmanno levantó su brazo, el sonido ronco de un cuerno llenó el aire, y la tropa comenzó a avanzar a paso de marcha. En el otro bando, ansioso por dar la réplica, Albitius también ordenó la carga.

Kalen consiguió reaccionar pronto y echó a correr. Lo hizo en la dirección contraria a la que le indicaban todos sus instintos de supervivencia. Su intención era situarse en el centro de la contienda y, desde allí, ordenar a todos que se detuvieran.

Los dos ejércitos iban aumentando cada vez más la velocidad con que se acercaban al enemigo, y los gritos que proferían se elevaban del prado para llegar hasta los oídos de los mismísimos dioses. En solo unos segundos, los primeros metales chocarían y la sangre regaría la lustrosa hierba otoñal.

Kalen, vestido con su túnica más blanca, se detuvo con la cabeza gacha y abrió los brazos en cruz, las palmas extendidas en actitud desafiante. La bolsa de cuero que colgaba junto a la hoz dorada cada vez le pesaba más.

—¡Deteneos! —gritó.

Sabía que el respeto y el temor que se les profesaba a los druidas era capad de paralizar batallas. Había escuchado historias en las que eso sucedía, aunque no conocía ninguna reciente o con visos de haber sido real. Sabía que era una apuesta arriesgada, pero contaba con el miedo que todo ser humano sentía a la hora de desafiar a los dioses. Y Kalen era uno de sus representantes.

El estruendo a su alrededor era cada vez mayor. Alrededor de doscientos pares de pies, más las patas de una decena de caballos, hacían retumbar el suelo en su precipitada carrera por dispensar la muerte. El miedo hacía mella en el joven druida, que luchaba por no ceder al impulso de huir.

—¡Parad, os lo ruego!

A pesar de que forzó la garganta al máximo, fue incapaz de oír su propia voz. Aunque parecía que ya había alcanzado su límite, el trueno se elevaba cada vez a cotas más altas. Si no se detenían, el mismo ruido acabaría por quebrar la tierra y engullirlos a todos.

Entonces llegó el silencio, y Kalen sonrió. Al menos lo hizo durante el instante en que creyó que su plan había funcionado, porque el silencio no había existido más que en su cabeza.

Los dos ejércitos colisionaron con una fuerza brutal, semejante a la de las olas cuando, durante una tempestad, golpeaban los acantilados una y otra vez. Los gritos de fervor se convirtieron en chillidos de dolor, angustia y terror. La sangre fluía, escapando de los cuerpos junto a la vida que habían albergado. Muchos hombres y mujeres de ambos bandos, la mayoría de ellos campesinos y granjeros, caían sin saber quién los había matado, si amigo o enemigo. Los más avezados en las artes de combate coleccionaban víctimas entre los más débiles, solo para claudicar en cuanto se enfrentaban a una espada más hábil que la suya.

En el centro de la refriega, Albitius y Valmanno se enfrentaron cara a cara. Sus rostros eran desfigurados por el odio, un sentimiento de tal magnitud que nunca hubieran creído posible desarrollar por el otro. Los dos, grandes guerreros, demostraron por qué estaban al frente de sus respectivas aldeas. La pelea fue un fiel reflejo de lo que sucedía en el resto del campo de batalla: violencia sin tregua, crueldad sin límites, muerte.

Valmanno fue el primero en caer, con el corazón atravesado por la espada de su rival. Sin embargo, Albitius no tardó en sucumbir a las múltiples heridas recibidas, ninguna de ellas mortal por sí sola, pero que en su conjunto le habían hecho perder mucha sangre.

Ninguno de los dos caudillos pudo jactarse de haber vencido, al igual que ninguna de las dos aldeas podía adjudicarse la victoria en la batalla. Al contrario, todos habían perdido. Cuando el enfrentamiento se dio por finalizado, quedaban menos de una veintena de personas con vida. Los dos poblados se habían aniquilado entre ellos.

Contra todo pronóstico, Kalen seguía con vida. A pesar de haber estado todo el tiempo en el medio de la batalla, se encontraba ileso. Las manchas de sangre, hierba y barro desvirtuaban el blanco de su túnica. Observó el macabro espectáculo que lo rodeaba, y un brillo extraño asomó a sus ojos. Sonrió. La mano derecha le dolía, agarrotada por haber estado apretando durante largo tiempo un objeto con cantos afilados. La alzó y prorrumpió en carcajadas. En algún momento, sus dedos extrajeron del saquito de piel el amuleto cuya desaparición había causado toda esa matanza, y ahora lo aferraban con fuerza.

Sin parar de reír, sujetó el colgante por la cadena de plata y lo colocó a la altura de sus ojos. Los cristales refulgieron, dispersando los rayos del sol en un centenar de haces casi igual de brillantes. Kalen percibía el poder que irradiaba el medallón, tentándolo para que tomara posesión de él. Al fin y al cabo, era un aprendiz sin maestro, y sus actos y decisiones habían llevado a la destrucción a los dos pueblos que debía guiar y proteger. Había caído en vergüenza, iba a ser repudiado por los demás druidas. Debería vivir como un marginado por el resto de sus días.

Riendo con más fuerza, pasó el cordón plateado por la cabeza y se colgó el amuleto del cuello. El brillo de sus ojos, que podía señalar algún indicio de locura, se tornó oscuro. Tuvo un pensamiento fugaz, una visión en la que se le apareció Maeve, su maestra. Los labios de la mujer se movieron, aunque de ellos no brotó ningún sonido. Tampoco fue necesario que lo hiciera para que Kalen reconociera la palabra que había pronunciado: darach.

El joven, todavía risueño, se encogió de hombros. Debía resignarse y aceptar que, a partir de ese momento, tal sería su nueva condición. Tal vez siempre había sido su destino.