La verdadera e infame historia de Gretel y Hansel

Acercaos, niños y niñas, y sentaos alrededor de la hoguera junto a esta anciana cuentacuentos, pues me dispongo a relatar la historia de Gretel y Hansel. Sí, ya sé que la habéis oído decenas, cientos de veces. Pero yo os pregunto: ¿creéis que todo ocurrió tal y como os lo contaron? ¿Acaso no es solo la versión de dos niños traviesos que escaparon porque no querían cumplir con las tareas que les impusieron sus padres? Por favor, acomodaos y dejad que mis palabras os desvelen la infame verdad de lo que sucedió en aquella cabaña perdida en mitad del bosque.

Para empezar, debéis saber que la casita no estaba construida con dulces, sino con piedra y madera, y su tejado era de madera y paja. ¿Sorprendidos? Lo que sí es cierto es que allí habitaba una mujer; Elba se llamaba, y, como podéis imaginar, practicaba la brujería.

Era muy conocida por las gentes que habitaban los tres pueblos de la comarca. Unos pocos la temían, otros soportaban su presencia y una gran mayoría la aceptaban como parte de la sociedad. Elba era una reputada herborista que, gracias a la sabiduría que otorga la experiencia de muchos años, elaboraba pócimas con las que curar enfermedades, tanto humanas como animales. Muchos acudían a ella para que lanzara conjuros que alejasen a los malos espíritus o para que bendijera las cosechas. También sabía leer el futuro de quien quisiera saberlo, ya fuera en la palma de la mano, con una tirada de cartas, interpretando los sueños o lanzando huesos de pollo.

A pesar de todo, la especialidad de Elba era la repostería, oficio con que se ganaba el sustento. Cada tres días acudía a la plaza del mercado de alguno de los pueblos vecinos para vender sus galletas, su pan de jengibre, sus pastelillos de miel, crema, nata o chocolate, sus tartas de fruta y sus tarros de mermelada.

No se podía negar que la región vivía años de gran prosperidad. La ausencia de sequías en verano, los suaves otoños de renovación, los inviernos fríos pero amables, las primaveras hermosas y benignas… Año tras año, las cosechas se superaban en calidad y cantidad, los rebaños daban más leche y mejor carne, la caza abundaba, las bestias salvajes se mantenían alejadas de las poblaciones humanas, no había enfermedades ni epidemias, los rumores de guerra se mantenían acallados.

Eran años felices. Aunque todos lo achacaban a que el buen Dios les protegía con su amor infinito y su exuberante benevolencia, cada vez era más frecuente relacionar a la bruja con aquella racha de bonanza. Mientras que unos consideraban este pensamiento como un sacrilegio, otros se alegraban de que alguien más terrenal velase por su bienestar. Por supuesto, una tercera corriente creía que Elba era un fraude, una charlatana que se atribuía los méritos divinos puestos al servicio de todos.

La familia más adinerada de la zona era partícipe de esta opinión. Al haber amasado su fortuna con el comercio, solo creían en dos cosas: Dios y el dinero. Y como, según ellos, lo segundo les llegaba gracias al primero, tenían la costumbre de creerse los elegidos del Señor.

Esta desafortunada forma de ser se acentuaba en los dos hijos de la familia. Gretel, una adolescente de pelo pajizo, ojos verdes, cara pecosa y a punto de cumplir los quince años, no era más que una niña malcriada que se creía en la cima del mundo. Su hermano Hansel, recién cumplidos los doce, era un niño rollizo con rasgos idénticos a los de ella, si bien su comportamiento era aún peor. Mientras que en Gretel solo había el egoísmo de quien se siente superior al resto por el mero hecho de haber nacido en una familia más pudiente, en Hansel anidaba la maldad de quien disfruta con el sufrimiento de los demás. Siempre juntos, ambas personalidades se retroalimentaban, haciendo que los dos hermanos pisaran el suelo como si todo cuanto hubiera a su alrededor les perteneciese.

Cierta mañana, enojados porque las tareas impuestas no eran de su agrado, Gretel y Hansel decidieron escaparse al bosque. Deseaban que sus padres, al verles desaparecidos, se asustaran, temieran por sus vidas y se sintieran culpables por lo sucedido.

Se adentraron entre los árboles siguiendo la senda de piedras blancas. Como aquel camino lo habían recorrido cientos de veces, optaron por aventurarse en la espesura más salvaje. Emocionados por su osadía, pronto se les olvidó el enfado. Mientras caminaban, Gretel se dedicó a coger las flores más hermosas que encontraba, solo para tirarlas cuando veía otras más bonitas. Hansel, por su parte, se proveyó de una buena cantidad de guijarros para lanzárselos a las aves, conejos y avisperos con que se toparan.

Tras vagabundear un buen rato, un delicioso aroma les recordó que hacía varias horas que habían desayunado. Hambrientos, no tuvieron más que seguir a su olfato para llegar a un claro y encontrar una cabaña. Como os he dicho, la casa era de piedra y madera, pero los dulces olores que se escondían en el interior la convertían en el lugar más apetitoso del mundo.

Ese día, Elba recorría el bosque en busca de ingredientes para sus pociones y hechizos. Por la mañana, antes de partir, había preparado varias hornadas de galletas y pastelillos de miel para vender al día siguiente en el mercado.

Que la casa estuviese vacía y la puerta atrancada con una rudimentaria cerradura no impidió que los hermanos pasaran al interior. Tras forzar la puerta, solo tuvieron ojos para las delicias que les esperaban sobre una encimera. No fue hasta después de saciar el ansia golosa que se fijaron en lo que les rodeaba.

La cabaña parecía mucho más pequeña por dentro que por fuera. Estaba formada por una sola estancia atestada de viejos muebles de madera: una mesa alargada cubierta con un mantel raído, tres sillas de aspecto endeble, un camastro en un rincón, dos baúles, varias estanterías, algunas de ellas cubiertas con visillos, un armario grande… Junto a la puerta había un gran montón de leña y, en la esquina más alejada, un armatoste antiguo de hierro: era el horno que, aunque apagado, aún desprendía calor.

—Aquí es donde la bruja cocina a los niños que atrapa —dijo Gretel, pretendiendo asustar a Hansel.

—Sí —convino él con una carcajada—. ¡Los niños que usa para hacer las galletas!

Entre risas, Gretel se acercó a una de las estanterías. Movida por la curiosidad, retiró la cortinilla con una mano pringosa de miel y su rostro se iluminó al descubrir unas baldas atestadas de tarros. Algunos contenían hojas y hierbas secas, mientras que otros estaban llenos de líquidos extraños o polvos de diferentes colores.

—Esto es lo que tendría una verdadera bruja en su casa, ¿no crees? —dijo Hansel.

—Seguro que las galletas las hace con esto —respondió su hermana, muy segura de sus palabras—. Ya sabes lo que dice padre: que la magia no existe y que esta vieja solo sabe aprovecharse de hacerle creer a la gente que las cosas buenas que pasan son obra suya.

Aquel razonamiento tranquilizó al muchacho unos segundos, los que tardaron en descorrer otro de los visillos. En esa estantería había más tarros de cristal. Sin embargo, su contenido era más siniestro: lagartos, serpientes, arañas enormes, alacranes, peces, aves de diferentes tamaños, cabezas de lechón, patas con pezuñas o con garras, entrañas… Cada cosa en su propio frasco, todo flotaba en un líquido amarillento.

—¿También usa esto para hacer galletas?

Gretel, con el rostro lívido, comenzaba a dudar sobre la verdadera identidad de la anciana que allí vivía. ¿Y si era una bruja de verdad?

Dispuesta a averiguarlo, empezó a curiosear por el resto de la estancia, y Hansel no tardó en unirse a ella. Abrieron cajones en los muebles, forzaron los baúles, miraron debajo del camastro e inspeccionaron el resto de estanterías, sin importarles que todo quedara desordenado o que se rompieran cosas por accidente. Al cabo de un rato habían encontrado más objetos sospechosos: bolsitas de cuero con lo que podían ser otros ingredientes, libros escritos en idiomas desconocidos, dibujos del interior del cuerpo humano y otros animales, o alhajas, amuletos y varios artículos extraños de oro y plata.

—Una vieja tan pobre, ¿con joyas y piedras preciosas? —Gretel sujetaba un medallón plateado con forma de estrella de siete puntas, todas ellas onduladas y muy afiladas, que tenía engarzada una gema de color azul intenso.

—Tal vez sí sea una bruja de verdad, ¿no crees?

Tan absortos estaban con aquellos descubrimientos que un ruido proveniente de fuera les hizo dar un respingo. Hansel se acercó a una de las ventanas y, agachado, espió el exterior de la casa.

—Es ella —dijo—. ¡La bruja!

Asustados, se dieron cuenta de que no tenían manera de escapar, así que buscaron escondrijos donde poder ocultarse. Gretel se escabulló rápido bajo la mesa, cubierta por el mantel que colgaba; Hansel, por su parte, intentó meterse debajo del camastro pero, entre que el espacio era muy reducido y él abultaba demasiado, le resultó imposible. En el último instante desistió, justo con el tiempo suficiente de ponerse tras la puerta antes de que se abriera.

Elba, vestida con prendas negras y con la cabeza cubierta por un pañuelo igual de oscuro, dejó caer su cesta al encontrar el caos que reinaba en su hogar. Apenas tuvo tiempo de dibujar en la cara una expresión de espanto, pues Hansel salió de detrás de la puerta armado con un madero y le asestó un fuerte golpe en la cabeza. La bruja cayó inconsciente.

—¿Qué has hecho? —le recriminó Gretel mientras abandonaba su escondite—. Tenemos que irnos enseguida de aquí. ¡Corre!

El muchacho, que todavía sujetaba el leño, no se movió cuando su hermana le tiró de la mano. Miraba con expresión grave a la mujer tendida sobre el suelo de madera.

—No podemos dejarla así —dijo.

—¿Ahora pretendes ayudarla?

—No. Si es una bruja, cuando recupere el conocimiento querrá venganza. Tenemos que inmovilizarla.

Al despertar un rato después, Elba estaba sentada en una de sus sillas, atados el cuerpo y los brazos al respaldo. Sudaba de calor y le costó unos instantes reaccionar pero, cuando alzó la cabeza y pudo enfocar la mirada, vio a los dos jóvenes causantes de todo aquel destrozo. Uno de ellos, el más pequeño, se encontraba frente al horno. El resplandor naranja que escapaba por el enrejado de la parte superior explicaba por qué hacía tanto calor: lo habían encendido.

—Ha vuelto en sí —dijo la muchacha. Estaba cerca de ella, sentada en otra silla—. ¿Seguro que quieres hacerlo?

Hansel se volvió hacia ellas y Elba sintió un escalofrío. El chico, que sonreía con una mueca siniestra, llevaba en la mano uno de los hierros que usaba para azuzar el fuego; su punta brillaba al rojo vivo.

—Ya te lo he dicho, no tenemos otra opción. Hay que sonsacarle todos los maleficios que ha lanzado sobre las gentes de la comarca. A saber las cosas que nos ha obligado a hacer por comer los dulces que siempre vende. ¡Con esto hablará!

La bruja, en vez de mostrarse asustada, lanzó una sonora carcajada.

—¿Te gustan los dulces? —rió—. Pues come todos los que quieras. Sobre la encimera aún quedan bastantes. ¡Come hasta que te hartes!

La sonrisa del muchacho desapareció al instante. Como si hubiera cambiado de idea, dejó el atizador otra vez dentro del horno y se acercó adonde estaban las galletas y los pastelillos de miel. Sin poder evitarlo, agarró los deliciosos manjares y se los llevó a la boca uno tras otro.

—¿Qué haces? —chilló su hermana—. ¿Te has vuelto loco?

La risa contenida de Elba abrió un rayo de comprensión en la confusa mente de Gretel. Sí, era una bruja, una de verdad, con capacidad para hechizar a las personas y obligarlas a someterse a sus mandatos.

La mirada que la anciana clavó en ella le provocó un escalofrío. ¿Qué maldad estaría pensando para ella? Sin albergar deseo alguno de descubrirlo, agarró lo primero que pilló al alcance de su mano: una escoba.

—Libera a mi hermano de tu embrujo —amenazó Gretel.

—¡Horror, una escoba! —gimió Elba en tono sarcástico—. ¿Es que pretendes arreglar el estropicio que habéis montado? Pues barre, niña hambrienta. Barre y no… ¡Puf! —El hatillo de paja le golpeó en la cara, impidiéndola terminar el nuevo conjuro—. ¡Detente!

—¡Libéralo!

Atada como estaba, le resultaba imposible defenderse. Intentaba esquivar la lluvia de golpes que la muchacha le propinaba, aunque la mayoría lograban impactar en su cara. De tanto retorcerse, una de las maltrechas patas de la silla acabó cediendo bajo su exiguo peso con un crujido. Caída sobre el suelo, los escobazos no se detuvieron. Sin embargo, las cuerdas se aflojaron al dañarse el respaldo de la silla, lo que permitió a Elba liberar una pierna.

Gretel continuó golpeando y gritando, exigiendo que retirase la maldición que pesaba sobre su hermano. Tan obcecada estaba que no vio venir la patada hasta que la bota sucia de la bruja impactó en su rostro. Aturdida, cayó hacia atrás con la nariz y la boca ensangrentadas.

Los papeles se habían intercambiado. Ahora era Elba quien controlaba la situación. Una vez desatada, la furia la invadía. El escarmiento debería de ser ejemplar. Con una sonrisa desquiciada, agarró por el pelo a la mocosa que había osado atacarla en su propia casa y la arrastró por el suelo. El mismo fuego con que pretendían torturarla serviría.

Tras soltar a Gretel junto al horno, agarró el hierro que aún seguía calentándose en su interior y lo acercó al bonito rostro de la insolente muchacha; una marca lo embellecería más todavía.

El metal candente no llegó a tocar piel, pues Hansel se precipitó contra ella. Tener la boca y las manos llenas de dulces no le impidió acudir en ayuda de su hermana. El empujón hizo que la mujer soltara el atizador y chocara contra las paredes del horno que, si bien no estaban tan calientes como el interior, sí tenían temperatura suficiente como para provocar quemaduras. La palma de su mano y el lado derecho de su rostro sufrieron las consecuencias. El grito de dolor llenó toda la estancia.

Por su parte, la punta incandescente del hierro cayó cerca de uno de los libros que los hermanos habían dejado tirados por el suelo. Demasiado cerca. Tanto, que las llamas prendieron en sus páginas.

El fuego no tardó en propagarse, avanzando por los tablones secos que formaban el suelo hasta llegar a muebles y paredes sin que Elba lo pudiera detener. El mantel que cubría la mesa ardió a gran velocidad, y de ahí las llamas saltaron a la estantería donde almacenaba los ingredientes para sus brebajes más arcanos, esa que albergaba los tarros de cristal con especímenes conservados en alcohol.

Intuyendo el desastre, la anciana volvió a gritar, esta vez de forma lastimera. Libros, notas, ingredientes. Todo el conocimiento, todo el trabajo de una vida, se iba a volatilizar en cuanto el primero de los frascos reventara por el calor. Y ella no podía hacer nada más que gemir y llorar su pérdida.

Olvidado el dolor de su mano y su cara, centró la creciente ira en los jóvenes odiosos que lo habían destruido todo. El chico miraba el fuego fascinado, como si gozara con su obra. La chica… ¿Dónde estaba ella? Al volverse, la vio acercarse justo antes de que la golpeara con uno de los leños con que solía alimentar el horno. El impacto, en plena sien, la dejó otra vez inconsciente, tendida sobre el suelo, sangrando y a merced del implacable incendio que devoraba todo.

—¡Vámonos!

Gretel, sin soltar el madero, agarró a Hansel y tiró de él para salir de la casa. Fuera, el sol ya había iniciado su descenso para ocultarse tras el horizonte. Antes de internarse de nuevo en el bosque, una serie de estallidos anticiparon las gigantescas llamas que brotaron del tejado de la cabaña. Ya no olía a dulces, sino que el humo lo impregnaba todo. Como si aquella hubiera sido una travesura más, la pareja de hermanos emprendió el regreso a casa.

Aquí debería terminar esta historia, pero en realidad hay algo más que no se cuenta en la versión conocida por todo el mundo: junto a la desaparición de Elba, la comarca perdió también la bendición divina hasta entonces dispensada por el Señor. Algunos pocos lo achacaron a una triste coincidencia, mientras que la mayoría estaba convencida de que se trataba de un castigo por haber confiado en los poderes oscuros de una malvada bruja. A esto contribuyó la historia que contaron Gretel y Hansel de que fueron atrapados y cómo, gracias a su astucia, lograron escapar y vencerla.

Por supuesto, lo que los hermanos no dijeron porque nunca lo supieron fue que Elba no murió víctima del fuego. Aunque acabó seriamente herida, sus poderes la protegieron. Tardó bastante en recuperarse, pero si hay una cosa que les sobra a las brujas es tiempo. Desde entonces, recorre el mundo en busca de aquellos dos despreciables adolescentes que, por el mero hecho de creerse mejores que los demás, destruyeron su hogar y su vida. Los tiempos de preocuparse por que la región donde vivía gozara de una bonanza sin precedentes se acabaron, al menos hasta que logre encontrar la venganza que merece. Mientras tanto, se encarga de difundir la verdadera e infame historia de Gretel y Hansel.