Un cuento en la posada

El ajetreo en Menserin era más que evidente. La festividad de la Luna Roja siempre era motivo de alegría y diversión. No en vano se celebraba aquel hecho insólito, en el que apareció en el firmamento una enorme luna roja. Eso ocurrió medio siglo antes, y los sabios auguraron todo tipo de catástrofes y desdichas. No pudieron estar más equivocados. El lustro que siguió a aquel misterioso hecho fue el más feliz y productivo de los últimos tiempos. Nadie supo cómo apareció aquella luna en el cielo, pero todos intentaron atraer la suerte que brindó al mundo conmemorando cada año aquel magnífico fenómeno.

Como cada tarde, Ghandor entró en la posada del pueblo, dispuesto a cambiar un par de monedas por una refrescante jarra de buena cerveza enana. Y como cada tarde, media docena de críos lo siguió al interior.

Nada más verlo, el ‘Tuerto’, como todos conocían al posadero, se apresuró a llenar una jarra recién sacada de la fresquera con el contenido oscuro y espumoso de uno de sus mejores barriles.

—Tu dinero no vale aquí, viejo —le saludó el ‘Tuerto’ con una amplia sonrisa, ofreciéndole la jarra.

Ghandor le sonrió a su vez, a sabiendas de que él era el mejor reclamo para llenar el local cada tarde. Sabía que el ofrecimiento del ‘Tuerto’ era sincero. Aun así, dejó las monedas sobre la gastada madera de la barra.

Siguiendo el ritual de todos los días, bebió un sorbo de la cerveza, manteniendo los ojos cerrados, saboreando los matices amargos de aquel maravilloso brebaje. Una vez degustada, se dirigió a la mesa situada al fondo de la posada, la mesa que llevaba ocupando todos los días durante los últimos años. Con un no tan fingido esfuerzo, se sentó en un cómodo banco, el único en toda la posada con el asiento y el respaldo acolchados.

Los niños que lo habían seguido al interior de la posada se acomodaron en el suelo, formando un semicírculo alrededor de Ghandor. El viejo, sonriendo para sus adentros, fingió que los ignoraba mientras continuaba paladeando su cerveza.

Como todas las tardes, poco a poco la posada se fue llenando. Los hombres y mujeres de Menserin habían acabado de realizar sus tareas diarias, y siempre apetecía refrescar el cuerpo con una espumeante cerveza, un buen vino o un dulce aguamiel. Pero todos sabían que la auténtica razón de que gran parte del pueblo se reuniera allí cada tarde era Ghandor.

Para cuando Ghandor terminó su jarra, la posada ya estaba llena. Todas las mesas estaban ocupadas, la barra se hallaba repleta de gente, hombres y mujeres se apretujaban en los bancos (salvo en el que estaba sentado Ghandor, ese siempre se le dejaban para el solo). Y la media docena inicial de niños que rodeaban al viejo se había multiplicado por cinco.

El ajetreo era él típico en cualquier víspera de fiesta. Todos comentaban como iban a disfrutar de aquellos días, se confesaban sus esperanzas de que ese año la Luna Roja volvería a hacer acto de presencia, o se contaban el último chiste obsceno que habían escuchado. Era el típico ajetreo de una posada por la tarde. Pero todos callaron cuando el ‘Tuerto’ se acercó a la mesa del rincón y dejó otra jarra de oscura cerveza enana. Todas y cada una de las cabezas se giró para observarlo.

—¿Nos cuentas una historia, Ghandor?

La pregunta la realizó una niña rubia de unos siete años. No recordaba cómo se llamaba, pero la identificó como la hija de Suney. La verdad es que poco importaba quien hubiera sido. Aquella pequeña solo había cumplido con una parte del ritual, y había expresado el deseo de todos los que se encontraban allí.

—Está bien —concedió Ghandor—. Déjame un segundo que piense.

El viejo fingió que meditaba sobre qué historia contaría aquella tarde. Al cabo de un momento, arqueó las cejas, como si acabará de encontrar el relato adecuado para ese momento.

—Os contaré la historia de Phreis, el gran héroe, y de cómo consiguió que la Batalla de las Cien Lanzas se decantase del lado de…

—¡Cuéntanos otra, Ghandor! —cortó una voz aguda.

Había sido un niño pequeño. Posiblemente, el más pequeño de todos los que se habían sentado frente a él. Todos lo miraron, sorprendidos por el descaro que acababa de demostrar aquel muchacho de mirada soñadora. Nunca nadie había interrumpido una narración del viejo.

—Por favor —suplicó el niño—, una que no hayamos oído nunca.

Ghandor, por supuesto, se sorprendió igual que los demás. Pero no se lo tomó a mal. A decir verdad, llevaba mucho tiempo sabiendo que ese día iba a llegar. Su repertorio era amplio, más de medio centenar de aventuras. Pero tantos años contando las mismas historias…

—De acuerdo —concedió finalmente, sonriéndole al niño—. Pero tendrás que esperar unos minutos. Una historia nueva no nace de la nada.

Ghandor dio un largo trago a su cerveza. Normalmente no comenzaba su segunda jarra hasta que había terminado de contar la historia. Pero ese día se había presentado una situación especial. Intentando ignorar el murmullo del gentío, comenzó a rebuscar en su memoria, enumerando los cuentos y leyendas que conocía. Todos y cada uno de ellos habían sido contados una y otra vez en aquel mismo escenario.

Pasaron varios minutos, y el murmullo de la gente había aumentado hasta convertirse en un auténtico jaleo. Y Ghandor seguía sin encontrar algo nuevo que contar. Hasta que, en un momento de inspiración, una idea apareció en su cabeza. ¿Por qué no?, pensó.

—¡Escuchadme todos! —dijo finalmente, alzando la voz para hacerse escuchar por encima del bullicio.

Poco a poco, la gente fue bajando el volumen de sus conversaciones y callándose. Solamente cuando el silencio fue absoluto, Ghandor continuó hablando.

—Os contaré la historia de la Luna Roja.

La historia de la Luna Roja es también la historia del Círculo Rojo.

El Círculo era una orden que vivía en el anonimato y el secretismo. Era antigua, muy antigua, con sus orígenes en la Primera Edad, cuando los primeros hombres comenzaban a dar sus primeros pasos por el mundo, los elfos eran jóvenes y la magia todavía no era magia. Los dioses empezaban a descubrir su auténtico poder, meras sombras de lo que llegarían a ser en un futuro.

Uno de estos dioses era Mirkool. Ninguno habréis oído hablar de él, pues fue desterrado por el resto de los dioses, olvidado por las criaturas mortales y borrado de los registros escritos. No quedó ningún rastro de él, salvo por un puñado de fieles que se negaron a dejarle en el olvido. Estos fieles fueron los que crearon el Círculo Rojo.

Os preguntareis qué crímenes cometió este dios para merecer tal destino. Bien, Mirkool era el dios de la Sangre, y todos sus seguidores debían pagar con sangre su lealtad. A cambio recibían poder: sus cuerpos se volvían más fuertes, ágiles y rápidos; sus sentidos se agudizaban; y conseguían controlar energías desconocidas hasta el momento, fuerzas que hoy conocemos como magia.

Pero Mirkool no era un dios generoso. No todos los que ofrecían su sangre sobrevivían al pago. Mirkool no solo no se conformaba con lo que le brindaban sus fieles, sino que exigía sacrificios continuamente. Cuanta más sangre recibía, más sangre quería, y más cruel se volvía. Sus adeptos se convirtieron en sus esclavos, que se contagiaban de su crueldad.

En poco tiempo, gracias a sus fieles, Mirkool se convirtió en el más poderoso de todos los dioses. Por desgracia, su dominio sobre el mundo era demasiado caótico, condenado inexorablemente a la autodestrucción.

Por eso se unieron los dioses. Ninguno era lo suficientemente fuerte para plantarle cara, y todos temían que sus iguales pactaran alguna alianza con Mirkool que los dejara en una situación aún más comprometida. Unieron sus poderes, y consiguieron desterrar a su enemigo del mundo, condenándolo a una prisión cerrada por tres sellos. Sellos fabricados por el poder conjunto de varios dioses.

Con Mirkool desterrado, su nombre desapareció del mundo, pero no del todo. Algunos de sus seguidores se mantuvieron fieles a su dios, a pesar de que este ya no podía ofrecerles su favor. Sus pagos de sangre habían sido generosos, y el poder que recibieron no desapareció a pesar de que sí lo había hecho su dios. Fueron perseguidos y condenados a la clandestinidad, aunque nunca renunciaron a su fe. Para demostrarlo, se envolvieron el brazo derecho con un brazalete de alambre de espino, que les causaba una fea herida. A continuación, recitaban un hechizo que les curaba la herida, dejándoles una cicatriz eterna de color carmesí. De esa forma, todos los adeptos llevaban en su brazo un círculo rojo, que acabó dando nombre a la hermandad.

Pasaron los años, y el mundo recuperó la normalidad y el equilibrio. Mirkool se convirtió solo en un recuerdo que acabó difuminándose como un mal sueño. Pero sus seguidores se negaron a abandonarlo.

El Círculo Rojo siguió rindiendo en secreto culto al dios caído, a pesar de que este no podía responder a sus plegarias. Los discípulos se especializaron en la magia de sangre, un tipo de magia que cualquiera podía dominar, siempre y cuando estuviera dispuesto a pagar el precio. Por supuesto, si pertenecías al Círculo estabas más que decidido a pagar. Cualquier precio era poco si tu deseo era honrar a tan grandioso dios.

Cuando la magia se extendió por el mundo, el Círculo Rojo se encargó de absorber todo el conocimiento mágico posible. Se infiltraron en las más importantes escuelas de magia y asumieron cargos distinguidos en la comunidad de hechiceros. Siempre actuaron como un mago más, al servicio de su orden, aunque realmente trabajaban en nombre de Mirkool.

El Círculo tenía dos misiones, ambas igual de importantes:

La primera era aumentar su poder. Cuantos más seguidores fueran, más poderosa sería la orden. Reclutaban entre los magos, sembrando en ellos la semilla del ansia de poder. Cuando estos, en su búsqueda de una fuerza superior a la que ya poseían, caían en la frustración, aparecía el Círculo ofreciéndoles una solución y descubriéndoles el poder de la sangre. La orden creció, aunque lo hizo lentamente. Para iniciar a un nuevo mago en el poder de la sangre había que estar muy seguro de que este honraría a Mirkool. Sin embargo en tiempo no importaba demasiado, no había prisa.

La segunda misión consistía en traer a Mirkool de nuevo al mundo. Años, siglos de investigación y estudios, eran necesarios para encontrar una solución. La información era muy escasa, y tampoco se podía preguntar abiertamente. Indagar en los asuntos de los dioses es una cuestión muy grave, pero más grave aún es hacerlo con ligereza. Con el aumento de poder del Círculo, esta tarea fue avanzando, aunque no tan rápido como los acólitos deseaban.

Finalmente, tras varios siglos de investigación, después de varias generaciones, el Círculo Rojo encontró una manera de invocar a Mirkool. Aunque también descubrieron que se trataba de una empresa casi imposible. Tenían que realizar un ritual para romper los tres sellos que encerraban al dios, sellos que habían sido creados por el poder unido de varios dioses. Si querían realizar ese ritual, tendrían que reunir a todos los discípulos del Círculo, desde el más poderoso hechicero hasta el más insignificante aprendiz, y realizar el ritual aunando el poder de todos. Además, existía otra complicación. El ritual, para que funcionase, tenía que realizarse en un momento determinado. Se debía dar una conjunción especial de los astros: las tres grandes estrellas rojas del firmamento debían formar un triángulo perfecto alrededor de la luna llena.

Esta última conjunción le ofreció al Círculo la única ventaja de que dispuso. Los estudiosos dictaminaron que aún faltaban dos años para que llegara ese momento. Gracias a ese tiempo el Círculo pudo organizar el ritual y avisar a todos los seguidores.

Esa conjunción se dio hace cincuenta años. Casi diez mil magos de todo el mundo, fieles a la cita más importante de sus vidas, se reunieron en el linde de un bosque, sin llegar a entrar. Pasaron la noche en vela, en total silencio, meditando sobre lo que iban a hacer, concentrándose para desplegar todo el poder del que eran capaces. Al amanecer, todavía en silencio, se internaron en el bosque, caminando hasta que llegaron a un claro. Allí, en el centro, había una vasija de unas dimensiones considerables.

Uno a uno, todos los acólitos se fueron acercando a la vasija, para hacerse un corte en la palma de su mano derecha y derramar en el interior una cantidad indeterminada de sangre. Nadie quiso arriesgarse y ofrecer una cantidad insuficiente. El recipiente se llenó cuando aún no habían pasado la mitad de los discípulos, pero no importó. Con cada ofrenda, una pequeña cantidad de savia roja se derramaba, empapando la tierra que todos pisaban. Tardaron todo el día, pero hasta el último de los seguidores de Mirkool presentó su ofrenda. El claro entero estaba empapado con la sangre del Círculo Rojo.

Cuando el último rayo de sol se ocultó en el horizonte, todos los presentes se situaron alrededor de la vasija, en círculos concéntricos, pisando el suelo ensangrentado. Al unísono, como si fueran una única voz, comenzaron a salmodiar.

Al principio solo se escuchaba un tenue murmullo, pero con el paso de los minutos, las voces fueron cogiendo fuerza. Estuvieron horas así, sin flaquear, sin cambiar el ritmo ni el tono de sus oraciones.

En el cielo, las tres estrellas rojas fueron trazando caminos similares a los que realizaban cada noche. La luna, enorme y plateada por completo, hizo lo propio. Hasta que en un determinado momento se produjo la conjunción. Se formó un triángulo perfecto alrededor de la luna llena, siendo los tres brillantes puntos rojos los vértices del triángulo.

En ese momento el ambiente cambió. El contenido de la vasija comenzó a burbujear, como si la sangre estuviera hirviendo, desprendiendo una densa bruma que se extendió por todo el claro, envolviendo a los acólitos. Estos continuaron entonando su letanía. Ellos no se dieron cuenta, pero la salmodia había cambiado, aumentando el volumen de los cánticos, así como su velocidad. Habían entrado en éxtasis.

La bruma, como si tuviera vida propia, formaba largas colas que se escurrían entre los seguidores del Círculo. Parecía que estuviera reconociendo el terreno, o examinando a los presentes. Finalmente, como si ya hubiera cumplido con su objetivo, la niebla comenzó a recogerse a gran velocidad, de nuevo hacia la vasija.

De pronto, una explosión de luz surgió del recipiente, ascendiendo directamente hacia la luna. Esta comenzó a cubrirse con una tenue luz rojiza, que fue aumentando poco a poco su intensidad hasta que la luna se volvió completamente roja. Una luna de sangre.

Solo entonces la congregación calló. Los discípulos, extenuados y agotados, cayeron de rodillas sobre el suelo ensangrentado. Y una figura emergió de la vasija.

Tenía forma de hombre, pero no mostraba rasgos identificables. Algunos de los acólitos reunieron el valor suficiente para levantar la cabeza. Palidecieron de terror, creyendo que algo había salido mal en el ritual. Si ese engendro era en realidad Mirkool, este no debía estar muy contento con el resultado.

Para sorpresa de todos, la figura de sangre habló, con voz húmeda y atronadora.

—Llevo una eternidad encerrado en mi prisión. Y creía que otra eternidad me aguardaba en mi destierro. Pero ahora veo que mi exilio forzado llega a su fin. Vosotros, la hermandad del Círculo Rojo, habéis logrado triunfar, superando las trabas que poderosos dioses habían forjado para retenerme. Todos vosotros contáis a partir de ahora con mi favor. Pero siento deciros que este no es el momento apropiado para mi regreso. Estoy débil, y sería un blanco fácil para cualquier enemigo que quisiera acabar conmigo.

»No. No volveré hoy al mundo. Me mantendré por un tiempo más en el exilio. Pero ya nunca más será un destierro. Conservaré la puerta cerrada, sin embargo el cerrojo no estará echado. Así podré recuperar fuerzas y mi antiguo esplendor sin que los otros dioses se entrometan en mis asuntos.

»Os convoco, hermandad del Círculo Rojo, a que en la próxima conjunción realicéis este mismo ritual. Será entonces cuando regresaré en plenitud de mis poderes.

»¡Que mi sangre corra por vuestras venas!

Entonces la figura se desplomó, convertida otra vez en la sangre que le había dado cuerpo. La luna roja perdió su color, convirtiéndose de nuevo en una luminosa luna llena.

Los seguidores del Círculo, confusos, temblorosos y extenuados, comenzaron a ponerse en pie. No entendían muy bien qué es lo que había pasado. ¿Habían fracasado, quizás? No lo parecía, a juzgar por las palabras de la figura. ¿Realmente era el dios Mirkool quien se les había aparecido y hablado?

Ninguno sabía cómo tenía que actuar. Por fin, uno de ellos se acercó a la enorme vasija y hundió las manos en su contenido. Puso las manos en forma de cuenco, lo llenó con sangre y se lo llevó a los labios. Uno a uno, el resto de los discípulos lo imitaron. Luego se marcharon del bosque, dispuestos a volver en el momento en que las tres grandes estrellas rojas del firmamento formaran de nuevo un triángulo alrededor de la luna.

—Y esa es la historia de la Luna Roja. Así es como el dios Mirkool, desterrado por el resto de los dioses, consiguió escapar de su prisión. Ahora está esperando a que el Círculo Rojo vuelva a llamarlo, y así regresar de nuevo al mundo.

Ghandor notó la garganta seca. Agarró su jarra de cerveza y se sorprendió al ver que estaba vacía. Alzó la cabeza en busca del ‘Tuerto’, para pedir que le repusieran su bebida. Entonces fue cuando se dio cuenta de que todo el mundo lo estaba mirando fijamente.

Sus historias, normalmente, hablaban de hazañas increíbles, de mundos maravillosos, de victorias y derrotas, de buenos que ganaban y malos que perdían, de héroes, reyes y princesas. Pero esta historia era mucho más oscura que ninguna que hubiera narrado hasta el momento. Además, se encontraban en vísperas de unos festejos a los que acababa de poner un origen siniestro. No eran de extrañar las caras, serias, sorprendidas, incluso asustadas de los que le acababan de escuchar. Debería habérselo pensado mejor antes de contar semejante historia. El solo quería contar algo original, que nunca hubieran escuchado.

—Ghandor —dijo uno de los niños, el mismo que le había interrumpido nada más empezar la historia que tenía preparada—. Me ha gustado mucho.

Esa simple declaración dio paso a un murmullo, que fue aumentando de volumen hasta casi convertirse en una discusión. Amistosa, pero discusión, al fin y al cabo.

Sintiéndose un poco incómodo, Ghandor decidió que en realidad no tenía tanta sed. Se levantó, dispuesto a marcharse, cuando el mismo niño se le acercó, rodeado de unos cuantos más.

—Me ha gustado mucho tu historia, Ghandor —repitió—. Pero sabemos que no es cierta. Es solo un cuento de miedo, ¿verdad? Para contar durante los días que duran las fiestas de la Luna Roja.

A su alrededor, la discusión continuaba. ¿O no? Las conversaciones no eran hostiles, se escuchaban risas, la cerveza y el vino volvían a correr. Igual que cualquier otro día.

—Por supuesto —contestó Ghandor, revolviéndole el pelo al pequeño. El niño le sonrió y salió corriendo, seguido por todos los demás.

Según buscaba la puerta, docenas de felicitaciones le llovieron, acompañadas de palmaditas en la espalda. ‘Una historia muy buena’, decían unos. ‘¿Cómo se te ha ocurrido ese cuento en un solo momento?’, le preguntaban otros. ‘Acabas de crear una nueva leyenda, Ghandor. Lo sabes, ¿verdad?’, le dijo una mujer, la esposa del posadero. Por fin alcanzó la salida, cuando una mano en el hombro lo detuvo. Ghandor se giró, un poco abrumado por tanta felicitación.

—Buena historia, Ghandor —lo felicitó Chared, el gobernante de Menserin, y Ghandor se lo agradeció con un leve gesto de la cabeza y una sincera sonrisa—. Te invito a un trago.

—Lo siento mucho, Chared, pero tengo que rechazar tan generosa oferta. Mañana, al amanecer, tengo que partir de viaje.

—¿En serio? —la decepción era palpable en la voz del jefe—. Vas a perderte las fiestas. Además, quería que me ayudaras a preparar unas actividades para estos días. ¿No puedes posponer el viaje unos días?

—Me es imposible. Esta misma mañana he recibido una carta. Un amigo, de hecho el mejor amigo de mis tiempos jóvenes, se encuentra en su lecho de muerte. Quiere despedirse de mí antes de que le llegue su hora.

—Lo entiendo —concedió Chared, apesadumbrado por la noticia. El mismo había perdido no mucho tiempo atrás un amigo al que consideraba como un hermano—. Espero que llegues a tiempo. ¡Te deseo buen viaje!

Ghandor le agradeció las palabras con otro gesto de la cabeza.

Al salir de la posada, la tranquilidad lo rodeó. La noche ya había caído, y el silencio solo era roto por el jaleo de la cada vez más distante taberna. Miró al cielo, una oscuro manto negro cuajado por un millar de estrellas, y se encontró con media luna, en cuarto creciente, comenzando su ascenso por la bóveda celeste.

Al llegar a su casa, comenzó a preparar el escaso equipaje que iba a necesitar. En su juventud había viajado mucho, y sabía por experiencia que un equipaje bien seleccionado y ligero era mucho más recomendable que uno más completo y pesado.

Una vez preparado para el viaje, se dispuso a acostarse. Se desvistió, dispuesto a meterse en la cama. Junto a la cabecera, vio la carta que había recibido esa misma mañana. Una ligera tristeza lo envolvió, haciéndole sentirse melancólico. Cogió la carta y la leyó una vez más.

Reprimió las lágrimas que estaban a punto de brotarle. ¿Por qué había llegado tan tarde esa carta? Ahora ya era imposible cumplir la última petición que le había realizado su amigo Fervan.

Pensando en los azares del destino, Ghandor se asomó a la ventana. La luna había ascendido un gran trecho en el cielo. Quedaban solo unos pocos días para que estuviera llena del todo. A su alrededor, tres estrellas rojas brillaban con un fulgor inusual, como si esperaran a alguien con impaciencia. El viejo, inconscientemente, se llevó la mano izquierda a su brazo derecho. Con aire pensativo, comenzó a acariciar de forma distraída una cicatriz. Una cicatriz que le rodeaba el brazo, de un rojo muy parecido al de la sangre.

—Lo siento mucho, Fervan —musitó Ghandor en un murmullo quedo—. Pero esta vez sí lo conseguiremos.