El intérprete de sueños

Va paseando por el bosque, tranquilo y despreocupado. No está muy seguro, pero a juzgar por la anaranjada luz que se cuela entre las copas de los árboles considera que se va acercando la hora de cenar. Eso es bueno, ya comenzaba a tener hambre.

Da media vuelta y se dispone a dirigirse a su casa. Conoce a la perfección el camino y no se preocupa mucho de seguir las señales que sabe indican el recorrido. Poco a poco la luz va disminuyendo. Debe apresurarse si quiere llegar a casa antes de que la noche se le eche encima. Cruza por un pintoresco puente de piedra el pequeño riachuelo que le abastece de agua potable, y cuando llega al otro lado se da cuenta de que la oscuridad se encuentra frente a él.

En el suelo, a sus pies, hay una pequeña bolsa de cuero. Intrigado, se agacha a recogerla. Investiga su interior y no puede evitar sorprenderse al ver que está llena de piedras preciosas.

Se cuelga la bolsa a la cintura, sin sentirse especialmente afortunado, y mira hacia atrás. Entre las sombras puede ver el puente que acaba de cruzar y el bosque un poco más al fondo. Sin embargo delante de él no hay más que negrura. Ni siquiera es capaz de distinguir negro sobre negro. Una chispa de temor prende en su interior, pero su casa está más adelante, así que no tiene más remedio que continuar caminando si quiere llegar a ella.

En el mismo instante que da el primer paso, algo se distingue en esa negrura. Una línea destella, horizontal y ligeramente curvada, con un brillo dorado. Parece emitir luz propia, pero no ilumina nada a su alrededor. Vuelve a dar otro paso y la línea se abre, convirtiéndose en un enorme ojo dorado que lo observa.

Se queda paralizado, sin poder mover ni un solo músculo. Solo su alterada respiración denota algún movimiento. El ojo, con su pupila vertical clavada en él, comienza a crecer. O él a encoger, no está muy seguro. Lo que sí sabe es que el ojo comienza a ocuparlo todo, a absorber todo lo que existe a su alrededor… él incluido. Ahora la negrura es total, se cierra a su alrededor aprisionándolo, sin permitirle encontrar una salida. Tiene miedo, y ese miedo aumenta cuando, lentamente, la oscuridad se va desvaneciendo, porque no sabe qué se oculta en su interior.

Puede ver, en la lejanía, una gigantesca montaña. A su alrededor revolotean infinidad de figuras de un lado para otro. Poco a poco comienza a distinguir las figuras, y se sorprende al darse cuenta de que se trata de dragones: dragones negros con crines y ojos dorados que luchan contra dragones rojos con crines y ojos plateados. Hay cientos, miles de aquellas criaturas.

Aterrado y a la vez fascinado, solo consigue apartar la vista de la cruel batalla cuando un reflejo se abre en la montaña. Reprime un grito al percatarse de que lo que está viendo es el mismo ojo que lo acechaba en la oscuridad del bosque, solo que ahora ese ojo ha aparecido en mitad de la montaña… que resulta no ser una montaña. Se trata de otro dragón, inmensamente más grande que todos los demás juntos. De la misma forma que los otros dragones negros, tiene las crines doradas, al igual que los ojos que parecen mirarlo directamente a él. Después de estudiarlo durante un instante, el dragón centra su atención en la batalla que se libra a sus pies. Entonces entra en acción, atacando a todo cuanto se le acerca, devorando a dragones sin importar su color. Con cada pasada de su colosal cabeza atrapa a decenas de víctimas. Los dragones parecen no reparar en lo que ocurre, solo se muestran preocupados de matarse entre ellos, ignorando al enemigo común que les acecha a ambos.

En pocos minutos el campo de batalla queda desierto. Solo el gigantesco dragón negro queda en pie. Sin más víctimas a las que atacar, comienza a consumirse, al igual que todo lo que hay a su alrededor. Antes de darse cuenta el dragón desaparece. Ya no queda nada a su alrededor. Ni siquiera oscuridad. Se encuentra inmerso en la más absoluta nada…

Empapado en sudor, Francis se despertó, asustado y desorientado. Después de dar un primer vistazo a su alrededor, constató que se encontraba en su propia cama. Una ligera luz se colaba por las gruesas cortinas de la ventana, muestra inequívoca de que ya había amanecido.

Con los últimos girones del sueño todavía en su mente, Francis, como de costumbre, se aseó antes de desayunar. Llevar una vida de retiro no le impedía disfrutar de los pequeños placeres de la vida.

Mientras masticaba el cremoso queso de cabra, no pudo evitar pensar en el sueño que lo había asaltado esa noche. La parte del bosque era la primera vez que la experimentaba, pero el resto… Ya hacía mucho tiempo que no tenía ese sueño. Creía haberlo dejado olvidado junto a su anterior vida.

Con el estómago lleno se dispuso a emprender sus labores diarias. Se acercaba el invierno, y tenía que terminar de reponer todas las provisiones que iba a necesitar antes de que las nieves lo dejaran incomunicado durante unos meses. Pero al salir de la cabaña que era su hogar se dio cuenta de que algo no encajaba como debería.

—Los pájaros —se dijo para sí mismo al cabo de un instante.

Era bastante común que los pájaros cantaran a cualquier hora del día y en cualquier fecha del año. Sin embargo en ese momento la zona del bosque que rodeaba la casa se encontraba en absoluto silencio.

Todavía estaba buscando una explicación a aquel fenómeno cuando dos filas de hombres entraron en el claro donde se alzaba la cabaña. Con todos los sentidos alerta, Francis se preparó para salir corriendo a la parte trasera si hacía falta, donde tenía un hacha y una escopeta con que defenderse si resultaba necesario.

Cuando se detuvieron, las dos filas se abrieron para dejar paso a una figura encapuchada. Esta se acercó a Francis, que no pudo ver bajo la capucha más que oscuridad, y la oscuridad que había visto en su sueño se le vino a la mente. Antes de llegar frente a Francis, la figura se echó la capucha hacia atrás, mostrando los duros rasgos de un hombre acostumbrado a las dificultades de la vida.

—¿Es usted al que llaman Francis? —preguntó el desconocido con voz rasposa—. ¿Es usted el afamado intérprete de sueños?

¿Qué demonios hacía ese hombre en su casa? ¿Había ido hasta allí para verlo a él, a solicitar sus servicios?

—¿Quién quiere saberlo? —contestó de forma brusca, intentando hacerse dueño de la conversación. Al fin y al cabo, era el hombre quien lo buscaba a él, y no al revés.

—Mi nombre es Antón Ledgard, general de Su Majestad, y este séquito que me acompaña son mi guardia, mis fieles soldados. —El tono del hombre era altivo, hastiado por tener que dar explicaciones a un simple ermitaño—. Ahora que sabe quién soy, ¿contestará mi pregunta?

Francis observó a sus visitantes, primero al general y después a los protectores. Ahora que los veía bien, no entendía cómo no se había dado cuenta antes de que se trataba de soldados.

—Sí, mi nombre es Francis. —Al escuchar la confirmación del nombre, el militar sonrió y se dispuso a entrar en la cabaña, pese a no haber sido invitado. Aunque había mantenido con anterioridad frecuentes encuentros con nobles y altos cargos del gobierno, Francis nunca había conocido a ninguno que perteneciera al ejército. No podía generalizar, pero no tenía muy buena opinión de la gente de armas, y ese breve encuentro le acababa de confirmar lo que ya imaginaba de antemano: los mandos militares eran altivos y prepotentes, se creían superiores al resto de los hombres y aquellos que no pertenecieran al ejército no eran más que seres inferiores que tenían que apartarse de su camino y servirlos como si fueran esclavos. Por supuesto, el general Antón Ledgard le cayó mal antes incluso de conocerlo—. ¡Pero no soy el intérprete de sueños! —añadió Francis alzando la voz. El general se quedó clavado en el sitio, sin entender—. Ya no me dedico a eso. Así que, si tal era el motivo de su viaje, le agradecería que abandonara mi hogar y me dejara continuar con mi vida.

Con intención de dar a entender que la conversación había terminado, y antes de que el militar pudiera contestarle, Francis se volvió y se dirigió hacia la parte trasera de la cabaña. Buscó el hacha y, con la escopeta cerca por si se hacía necesaria, comenzó a cortar un tronco para proveer de leña su despensa.

Extrañamente orgulloso de sí mismo, Francis solo lamentó no haber visto el rostro del hombre. A buen seguro no todos los días le negaban lo que él consideraba suyo, y era indudable que consideraba suyo el derecho a tratarle como su sirviente.

No había terminado de lanzar el hacha por tercera vez contra la madera cuando percibió que había alguien a su espalda. Intentó ignorar al hombre, que no pronunció ninguna palabra mientras lo observaba trabajar. Eso le iba poniendo cada vez más nervioso y, en consecuencia, descargaba el hacha cada vez con más fuerza. Cuando por fin el leño se partió en dos, Francis no pudo aguantar y explotó, girando sobre sus talones con el hacha todavía en la mano.

—¡He dicho que no voy a ayudarle! —La frase casi murió en sus labios. Esperaba ver al general en una actitud más chulesca, como si estuviera esperando a que un niño entrara en razón. O quizá sosteniendo una bolsa cargada con monedas, como si el dinero pudiera comprar unos servicios que ya no podía ofrecer. Pero no fue eso lo que vio.

Sí, el general Ledgard se encontraba allí, de pie, mirándole fijamente a la cara. Pero solo entonces se dio cuenta de que no parecía un hombre al que no se pudiera contravenir: el pelo, aunque corto, estaba sucio y despeinado; una descuidada barba de un par de días crecía, confiriéndole un aspecto ajado a su rostro; y no desprendía ese carisma que deberían poseer los que ostentaban cierto grado de autoridad, incluso los de más bajo rango. Sin embargo lo que más llamaba la atención eran sus ojos; enmarcados en unas profundas ojeras, no brillaban, parecían empañados por una turbadora sombra. Ese hombre cargaba sobre sus hombros un peso realmente importante.

—Por favor —suplicó—. Es el único recurso que me queda. Solo le pido que escuche mi historia, y después será libre de ayudarme si lo estima oportuno. ¡Por favor!

El hacha resbaló de las manos de Francis, produciendo un sonido sordo al caer sobre la hierba. Nunca hubiera imaginado ver a un gran militar «rebajándose» a suplicar, a pedir algo «por favor». No pudo evitar pensar que el general se encontraba solo, fuera de la vista de su guardia. ¿Se habría comportado de la misma manera si sus hombres lo estuvieran observando?

—Solo si aceptas mis condiciones —concedió Francis, pasando de pronto a tutearle.

El general Ledgard lo miró pensativo durante un instante, y finalmente asintió con un leve movimiento de cabeza, sin dar muestras de que la nueva forma de trato lo molestara.

—Entraremos en la cabaña, tú y yo solos. Tus hombres deben esperar fuera. Me pondrás en antecedentes, pero no quiero saber nada sobre el sueño ni de las interpretaciones que otros pudieran haberte ofrecido. Después de oírte, seré yo quien decida si quiero escuchar tu sueño o que te vayas de aquí. Sin importar lo que decida, debes saber que nunca he cobrado por poner mi don al servicio de nadie, y seguirá siendo así. Solo recibiré algo a cambio si tú lo estimas conveniente. Y quiero que, después de que partáis de mis dominios, no habléis a nadie de mí. No sé cómo me habéis encontrado, pero mi exilio es voluntario, y deseo que siga siendo un exilio.

Cuando Francis terminó de hablar, el general Ledgard volvió a asentir con la cabeza. Un brillo había aparecido en sus ojos. ¿Esperanza, quizás? Con un gesto de la mano, invitó al visitante a que fuera a la parte delantera de la cabaña y entrara al interior. Antes de traspasar el umbral, el hombre hizo un movimiento casi imperceptible y los soldados que esperaban en el claro relajaron su postura. Cuando el general estuvo dentro, Francis lanzó un suspiro. El miedo le atenazaba los músculos, pero ya no había marcha atrás. Aunque hacía mucho tiempo que no ponía en práctica su don, ahora sabía que su destino le había alcanzado por fin.

Una vez en el acogedor interior, Francis señaló a su invitado donde sentarse y le ofreció un té, que el militar se apresuró a rechazar. Se le veía ansioso.

—Si no te importa, te llamaré Antón. —El militar lo miró con dureza, pero no puso ninguna objeción—. Tardaré unos minutos en comenzar.

Tras un rato en el que Francis rebuscó por varios cajones y baúles, por fin sacó un alargado y bonito estuche de madera.

—Una antigua reliquia familiar, fabricada hace siglos por artesanos de Praga —le informó a Antón, que se había quedado observando la cajita.

De su interior, Francis extrajo una pipa de fumar y una bolsa de hierbas con las que se apresuró a rellenar la cazoleta. En el momento en que encendió la pipa un agradable aroma, entre acre y dulzón, impregnó la estancia.

—¿Es necesario? —preguntó Antón entre toses contenidas.

No, no era necesario, solo era una vieja costumbre de los tiempos en que practicaba su arte de forma más recurrente. Pero eso el general no lo sabía, y sintió una punzada de satisfacción al ver el gesto irritado de Antón cuando, por toda respuesta, Francis se encogió de hombros y siguió fumando. Lanzando un suspiro de resignación, el hombre comenzó a hablar.

—La primera vez que tuve el sueño se remonta a la primavera de este año. Al principio no le di ninguna importancia. Sin embargo el sueño comenzó a repetirse: primero una vez a la semana, después cada cinco días, luego tres, y finalmente cada noche. Apenas conseguía dormir, y el cansancio acumulado engañaba mis sentidos.

»Cierto día, después de una reunión con el rey y otros generales, Su Majestad me pidió quedarme un momento para hablar conmigo a solas. Se había percatado de que algo no andaba bien y, tras sucumbir a sus grandes dotes de persuasión, le confesé lo que me ocurría. No montó en cólera por considerar mi problema una nimiedad, y tampoco se rio de mí tildándome de loco. Al contrario, se mostró comprensivo y me confesó que él era un firme creyente del misticismo y lo paranormal. Entonces me ofreció un papel doblado en el que acababa de garabatear unas líneas y me ordenó que fuera a ver al hombre que me indicaba para que me ayudara con mi problema.

»Aunque yo albergaba dudas de que la ayuda que me ofrecía Su Majestad pudiera resultarme útil, cambié de opinión esa noche al despertar gritando y empapado en sudor.

»Cuando me reuní con él, el hombre hizo que le contara el sueño. Así lo hice, un poco titubeante al principio, pero a medida que las palabras salían de mi boca una agradable sensación de alivio invadió mi cuerpo. Al terminar mi relato, el hombre me dijo que en unos días se pondría en contacto conmigo para darme una interpretación del sueño. Durante esos días de espera la pesadilla desapareció. Al cabo de una semana el hombre me llamó y me explicó el significado del sueño. La interpretación me satisfizo.

»Sin embargo esa misma noche el sueño volvió, más turbador que las anteriores veces. Y a la noche siguiente, y a la siguiente. No había noche en que el sueño no me visitara. Cuando se lo hice saber al intérprete de sueños, este se reafirmó en sus conclusiones; si la pesadilla seguía acosándome era por otro motivo, y no porque él hubiera errado en su explicación.

»Decidí que debía haber alguna otra solución, así que puse a uno de mis hombres de más confianza a investigar para que encontrara a los mejores intérpretes de sueños del mundo. Cuando mi subordinado partió en su búsqueda, el sueño volvió a dejarme descansar.

»Pasaron varias semanas en las que prácticamente me había olvidado de aquella preocupación. Entonces llegó un mensaje de mi hombre, diciendo que en los próximos días comenzarían a llegar los más reputados intérpretes de sueños que había encontrado. Pensando que ya no eran necesarios sus servicios apunto estuve de ignorarlos, pero una extraña sensación me invadió. No sé cómo explicarlo, fue una especie de déjà vu. Esa sensación me hizo cambiar de idea, y al día siguiente recibí a los primeros intérpretes.

»Cuando comenzaron a ofrecerme interpretaciones, un estado de enfado se fue apoderando de mí. No es solo que ninguna de las versiones coincidiera con la del hombre que me había recomendado el rey, es que ninguna de ellas se parecía entre sí. La gran mayoría se inventaba cuentos con los que contentarme y agasajarme, prometiéndome riquezas y gloria antes de exigir un pago que no se habían ganado. No tardé mucho en darme cuenta de que estos intérpretes eran farsantes, que se habían ganado una inmerecida fama engañando a pobres ilusos. Pero hubo unos pocos que se limitaron a escuchar mi sueño; después de meditar durante unos minutos, me ofrecían sus disculpas y confesaban que no eran capaces de ofrecerme una explicación, salvo que el significado de ese sueño era un mal presagio. Después renunciaban a cualquier cobro. Creo que estos sí tenían poder para comprender el mundo onírico, pero eran incapaces de encontrar —o no se atrevían— significado alguno a lo que me preocupaba.

»Después de escuchar al último de aquellos charlatanes a punto estuve de caer rendido. Los sueños habían vuelto a aparecer el mismo día que empecé a escuchar interpretaciones, atacándome con una fuerza inusitada, y durante esa semana apenas pude descansar en condiciones. El agotamiento, unido a la ira y la frustración producida por los intérpretes consiguieron hacer mella en mi moral. Fue entonces cuando un anciano se dirigió a mí. Parecía un vagabundo, y en cualquier otra situación lo hubiese ignorado. Pero de nuevo tuve la extraña sensación de déjà vu que experimenté días antes, y entonces lo reconocí como uno de los intérpretes que había admitido no poder ayudarme.

»El anciano me contó que había un hombre capaz de descifrar cualquier sueño, si en verdad dicho sueño tenía algún mensaje oculto. Se decía que, al igual que el José de la biblia, ese hombre estaba en sintonía con Dios y que este escuchaba los sueños a través de los oídos del hombre y ofrecía la explicación a través de su boca. Si era cierto lo que me contaba aquel viejo, ese hombre era lo que necesitaba, aunque no comprendí la razón de que mi hombre de confianza no me lo hubiera traído hasta allí. De nuevo el anciano me explicó que, de buenas a primeras, el hombre había desaparecido sin dejar rastro alguno. Se decía que se había exiliado, que el peso de los sueños de los demás lo ahogaba y que no le permitía tener sus propios sueños, y que había tomado la decisión de huir del mundo para poder mantener la cordura. Si de verdad era tan importante para mí encontrar el significado de ese sueño, antes debería encontrar a ese hombre.

»Tras meditarlo profundamente tomé una decisión. Volví a contactar con mi hombre de más confianza y le encargué la tarea de buscar y encontrar a aquel misterioso intérprete. Si realmente existió, debió dejar algún rastro tras de sí, historias o leyendas que hablaran de sus milagros. Siguiendo esas historias lograría encontrar a la persona que había detrás de la leyenda, estuviera viva o muerta.

»Mi subordinado no tardó en comenzar con la búsqueda. Desde entonces, si bien el sueño no me abandonó por completo, ya no se hacía presente todas las noches, lo que me permitía descansar y recobrar el ritmo normal de vida.

»Esta vez pasaron algunos meses hasta que recibí su mensaje, en el que me decía que el hombre al que buscaba había sido encontrado. Tal y como había contado el anciano, el hombre se encontraba solo y aislado del mundo, viviendo como un ermitaño en lo profundo de un bosque al norte del país. Esta vez no hubo dudas, y sin tiempo que perder partí a la mañana siguiente. Ese día fue ayer y por fin, después de mucho sufrimiento, espero haber alcanzado el final de este tormento que ya dura demasiado.

Absorto en el humo que salía de su pipa, Francis no dijo nada. Por su parte, Antón lo observaba, pendiente de cualquier gesto que el intérprete pudiera hacer.

—¿Y bien? —lo apremió el general, ansioso—. ¿No va a decir nada?

Si Francis lo había escuchado, no lo demostró. Estaba concentrado en sus propios pensamientos. Le resultaba muy extraño que el sueño no acosara al hombre cuando intentaba descubrir su significado, y que solo apareciera para decirle que no estaba siguiendo el camino correcto. Nunca había escuchado nada parecido.

—He de decir que tu relato me ha resultado interesante —dijo por fin, su voz pastosa debido al humo de la pipa—. ¿De verdad dicen que estoy en sintonía con Dios?

Ahora fue turno del experimentado militar ignorarlo.

—Escucharé tu sueño —concedió finalmente, rompiendo el silencio que se había instaurado entre los dos—. Pero no te prometo que consiga descifrarlo. No puedo ofrecerte ninguna garantía de tener éxito donde tantos otros han fracasado.

Antón asintió con la cabeza. Justo cuando se disponía a comenzar a relatar el sueño, Francis se levantó, lo que exasperaba cada vez más al general. De nuevo le ofreció una taza de té, que esta vez sí aceptó. Cuando el intérprete hubo servido las dos tazas, Antón comenzó a hablar.

—En el sueño veo un bonito paisaje, bosques verdes y praderas, con altas montañas al fondo. Un río, proveniente de esas montañas, divide las tierras en dos. No tengo conciencia de lo ancho que es el río hasta que veo una enorme catedral. Se yergue en lo alto de una cascada, en mitad del cauce del río. A pesar del inmenso tamaño de la construcción, las orillas están muy lejos, unidas a la catedral por dos largos puentes. Si hubiera que describir la visión con una sola palabra, esa sería «imponente».

»Desde la orilla derecha, un enorme y majestuoso dragón negro con las crines de oro avanza con paso altivo hasta la catedral. Desde la otra orilla, un dragón rojo, no menos grande y con las crines plateadas, también se acerca al edificio. Cuanto más cerca están del centro, más rápido corren, como si fuera una carrera y solo el primero en llegar a la catedral pudiera ganar el premio. Finalmente ambas bestias llegan a la vez y, para mi sorpresa, se ponen a pelear en una feroz batalla.

»Los dos dragones se infligen graves heridas, atacándose con las poderosas mandíbulas, las afiladas garras y sus letales alientos. Pero no solo ellos reciben daños, la espectacular estructura arquitectónica también se ve castigada por la titánica lucha entre los dos contendientes.

»Al final, tras lo que parecen horas de pelea, el dragón negro acaba venciendo, dejando a su rival moribundo a los pies de la catedral. Victorioso, el dragón negro lanza un poderoso rugido de triunfo, y en ese momento la catedral comienza a derruirse, arrastrando todo al fondo de la catarata. Junto a los escombros también caen los dos dragones, vencedor y vencido, así como los puentes que unían la construcción a las orillas. En solo unos instantes el río se ha tragado todo vestigio de lo que allí había momentos antes.

Cuando Antón terminó de relatar el sueño, se quedó pensativo, clavando la mirada en el fondo de su taza de té. Tan sumido estaba en sus pensamientos que no se percató del cambio que se había operado en su anfitrión. Solo cuando Francis se levantó y cayó al suelo, el general se dio cuenta que ahora estaba pálido y bañado en sudor, y parecía haber envejecido diez años en los pocos minutos que había tardado en hablar.

Antón no pudo evitar sentir una oleada de desprecio por ese hombre; a pesar de los poderes que le atribuían era débil, inferior a él. Debería dejarlo allí, abandonado a su suerte. Aquel viaje no era más que una auténtica pérdida de tiempo, ese patético hombre no podía ayudarlo. Sin embargo, nada más tener esos pensamientos, la desagradable sensación de déjà vu volvió a atacarlo, esta vez con una fuerza desmesurada.

Cuando se acercó para ofrecerle su ayuda, Antón notó que la carne del hombre estaba caliente, febril. Francis, apoyándose en el brazo que le ofrecía el militar, se levantó con gran esfuerzo.

—Ha sido simplemente un mareo —se excusó Francis sin ser completamente sincero—. Últimamente he estado enfermo, lo que me ha debilitado bastante, y tampoco se puede decir que las últimas noches haya descansado en condiciones. Estoy bien. Con un poco de agua se me pasará.

Impelido todavía por la sensación de déjà vu, Antón acercó una jarra y un vaso hasta la mesa, aunque no sirvió el agua; él no era ningún sirviente.

—Si no se encuentra bien, quizá debería volver en otro momento —dijo el general, más por cortesía que por auténtica preocupación por la salud de Francis.

—No es necesario, general. —De improviso Francis había pasado otra vez a tratarlo de forma cordial, más distante—. Le diré lo que quiere oír ahora, así podrá volver a su hogar sin más demora.

Francis cogió la pipa, que había dejado encima de la mesa antes de caer al suelo, y volvió a echar más hierbas en la cazoleta. Cuando estaba a punto de encenderla cambió de opinión y la dejó en el mismo sitio del que la había cogido. Respiró profundamente y comenzó con las explicaciones que el general Ledgard tanto anhelaba conocer.

—Lo primero que debe saber es que esta interpretación tiene tres lecturas diferentes. Mejor dicho, tres frentes diferentes.

»Por un lado tenemos las circunstancias. El hecho de que el sueño se repita significa que, efectivamente, lleva implícito un mensaje. Lo más extraño de todo es que el sueño desaparezca cuando pone su empeño en desvelar el misterio que entraña. Eso puede significar que el sueño es producto de la autosugestión, que sea su subconsciente quien le intenta decir algo. La otra posibilidad es que alguien le quiera mandar un mensaje, aunque desconozco si esto último es posible y la manera de hacerlo. Lo mismo se podría decir de la sensación de déjà vu cuando se plantea dar la espalda a la búsqueda.

»Otro punto es el escenario. La catedral es un templo, representa la fe, a Dios o a la religión. El río simboliza el mundo, el paso del tiempo, y la catarata el final de un camino, quizá de una era; aunque la catarata, con toda su violenta fuerza, aparenta el final del río, tras la caída se vuelve a formar un cauce apacible que continúa su curso.

»Por último están los dragones. Ambos avanzan desde una orilla diferente del río, lo que da a entender que son de distintos bandos. Cada dragón es de diferente color, aunque siguen siendo dragones, y eso podría significar que los dos contendientes no son enemigos declarados, incluso podrían estar hermanados. La cruenta pelea entre las bestias no deja lugar a dudas; una guerra sangrienta, con muchas bajas y daños en ambos grupos. El hecho de que la pelea se produzca cuando llegan a la catedral me hace pensar que la guerra se debe a motivos religiosos. A priori el vencedor es el dragón negro, por lo que la guerra la ganará el ejército al que representa, aunque será una victoria efímera; en el momento en que el dragón lanza el rugido reclamando para sí la victoria la catedral se derrumba sobre sí misma. Eso significa que, cuando el ejército vencedor reclame la victoria ante Dios, este montará en cólera y acabará también con él. Otra posibilidad es que la lucha entre los dos bandos debilitará tanto la religión que esta no podrá sustentar su propio poder. En cualquier caso la lucha entre los dragones propicia que la catedral se desmorone, y esto hace que todo caiga por la catarata y no deje más que escombros. Será el fin de esa religión, que desparecerá junto a los dos bandos. Creo que ninguno de ellos sobrevivirá para ver la nueva era.

Terminada la explicación del sueño, Francis se sumió en sus propios pensamientos. Era muy posible que no debiera haberle dicho nada al general Ledgard, pero ya no podía deshacer lo que había hecho. El tiempo diría si había obrado bien. O quizás era irrelevante que Francis hubiera interpretado ese sueño.

Sin embargo el militar no se mostraba contento con la explicación y comenzó a protestar, sacando a Francis de sus lúgubres pensamientos.

—¿Eso es todo? ¿Cuál es el mensaje? —la voz del general se notaba irritada—. ¿Formo parte de alguno de los dos bandos? ¿A caso tengo que evitar el enfrentamiento?

—Lo siento mucho —se disculpó Francis—, pero es lo único que le puedo decir. No he sacado nada más en claro. Cualquier otra cosa que dijera serían solo teorías, y mi conciencia no puede permitirse que nadie viva siguiendo especulaciones mías.

El cabreo del general Ledgard era evidente y, aunque Francis no podía culparle por ello, sabía que no tenía razón de ser. Haciendo gala de su enfado, el militar se puso en pie dando a entender que quería dar por finalizada la reunión.

—Tal y como ha dicho antes, no recibirá pago alguno. Pero si los sueños cesan, tenga por seguro que será gratamente recompensado.

Sin decir nada más, el general salió de la cabaña. Francis, ya repuesto del mareo sufrido un rato antes, hizo lo mismo, quedándose bajo el dintel de su puerta y observando a los soldados que hacían los preparativos para emprender el viaje.

Uno de los soldados de la guardia se acercó al general y le ofreció un manto negro, que se echó rápidamente por la espalda. Francis ya iba a meterse de nuevo a la cabaña cuando un pequeño detalle hizo que el corazón le diera un brinco: una alargada mancha de barro en la capa de Antón. Fue el color del barro, que sobre el negro parecía dorado, lo que atrajo su atención.

Aunque al principio la mancha se antojaba abstracta, para Francis pronto tomó una forma bien definida: la de un ojo dorado sobre un fondo negro. El mismo negro y el mismo ojo que había visto esa mañana en su sueño. El mismo sueño del que había huido hacía ya tantos años. Un escalofrío recorrió su espalda.

—¡General Ledgard! —dijo alzando la voz, y el aludido se giró hace él—. Me va a permitir que le dé un último consejo. El destino es algo que no se puede evitar; se pueden dar mil rodeos para hacerlo, intentando encontrar otro final, pero tarde o temprano siempre acabamos en el punto que nos corresponde.

Tras escucharlo, el general se acercó al soldado que le había tendido la capa y, tras cruzar unas palabras, este le entregó algo pequeño. Después se acercó a Francis.

—Confieso que la interpretación que me ha ofrecido no es de mi agrado —dijo antes de ofrecerle una pequeña bolsa de cuero—. Pero he de reconocer que el hecho de que no me guste no significa que no sea acertada. Es más, creo firmemente en que ha dado con la interpretación adecuada. Hasta ahora ninguna de las explicaciones que había escuchado había llegado a calar tan hondo como esta.

Dudando si coger la bolsa, Francis finalmente extendió la mano. Pero antes de soltarla, el general volvió a hablar.

—¿Qué motivos llevan a un hombre de su talento a abandonar todo lo que le rodea y a exiliarse en lo profundo de un bosque?

La pregunta tuvo el mismo efecto en Francis que una bofetada. Dejó caer el brazo antes de poder coger la bolsa y miró fijamente a los ojos del general.

—Yo mismo tengo algunos sueños que pueden ser interpretados. Quiera o no quiera hacerlo, los sueños están ahí, y no puedo acallar su voz. Me exilié con la intención de escapar de uno de esos sueños.

El militar lo miró interrogante, pero Francis había desviado la mirada al suelo.

—¿Funcionó?

—Por un tiempo.

—¿Qué soñó? —le preguntó un tanto dubitativo.

El intérprete de sueños levantó la vista de nuevo, con la mirada impregnada de una frialdad y una dureza que no había mostrado hasta ese momento.

—Soñé que un día interpretaría un sueño a cambio de una bolsa de piedras preciosas, y que ese sueño condenaría y propiciaría el fin de la humanidad tal y como la conocemos.

Un estremecimiento sacudió al general, una sensación que más tarde reconoció como miedo. Deseaba irse de allí y no volver a ver nunca a aquel hombre. Sin decir nada más, se dio la vuelta y se marchó, no sin antes dejar caer la bolsa al suelo. Tres pequeñas piedras, brillantes y transparentes, se escaparon por la abertura mal cerrada.