Duérmete, niño

«Duérmete, niño, duérmete ya».

Puede que aún disfrutes de tu infancia; quizá la adultez sea quien domine ahora tu vida; tal vez tu juventud haya quedado atrás. Seas como seas, piensas que una nana ya no es apropiada para ti. Pero te equivocas. Su poder sigue siendo el mismo que tenía cuando aún usabas pañales: su influjo te envuelve y hace que olvides tus preocupaciones, que bajes la guardia, que te abandones al cansancio que se apodera de tu cuerpo y tu mente.

Por eso lo vuelvo a cantar, susurrando en tu oído las palabras, invitándote a atravesar ese fino velo que te mantiene despierto: «Duérmete, niño, duérmete ya».

Ahora cierra los ojos, deja que el sueño se acerque a ti, te acoja en su cálido abrazo y te transporte al mundo onírico. Ese mundo del que tú eres dueño, fabricado con la imagen de tus deseos y esperanzas, repleto de seres a los que amas, en los que confías, de gente que necesitas en tu vida. Un mundo alegre y hermoso, idílico, en el que los cielos claros iluminan las fantasiosas escenas, los rostros felices y los bellos paisajes.

Ves ante ti un futuro prometedor, un porvenir lleno de esperanzas, de oportunidades, de ilusiones. Tienes toda tu vida por delante, un destino dichoso y colmado de prosperidad.

Pero hay algo que no está bien, que comienza a cambiar lo que contemplas. Negros nubarrones aparecen tras el horizonte, trayendo oscuridad y llevándose la alegría, dejando temor y robando felicidad, tornando los bellos sueños en espantosas pesadillas. El futuro se marchita, las promesas del porvenir suenan a crueles mentiras y tu feliz destino se desdibuja bajo una sucia pátina de sufrimiento y desesperanza.

Sientes que no tienes el control, que nada de lo que sucede depende de ti. Y estás en lo cierto. Ya no eres el amo y señor de ese mundo, ahora soy yo quien manda.

Ya eres mío.

Intentas despertar, deseando escapar de esa irrealidad repleta de horrores, dejarme atrás y huir a la seguridad del mundo real. Y lo consigues…

…pero no del todo. No, a mí no puedes evitarme.

Despiertas ahogando un grito, empapado en sudor y con el corazón tan acelerado que amenaza con fallar en cualquier instante. Con los ojos abiertos de par en par, eres incapaz de ver. Todo está oscuro, la negrura de tus sueños te ha perseguido hasta el mundo de la vigilia.

Entonces tus recuerdos, las terribles reminiscencias de la pesadilla, comienzan a desvanecerse a medida que tu vista se acostumbra a la oscuridad. Tu pulso se tranquiliza, tu alterada respiración se acompasa a un ritmo más sosegado, tu miedo se diluye en la conocida seguridad de lo que te rodea.

Sin embargo yo estoy allí. Al principio no lo sabes, pero solo es cuestión de tiempo que te des cuenta. Sientes mi presencia, una forma difusa en la penumbra que te acecha, que absorbe el poco valor que te queda, que aguarda el momento en que tu terror sea máximo. La calma que se había ido apoderando de ti después de despertar se ha esfumado, como si nunca hubiera existido. El pavor te envuelve. Puedo sentirlo, puedo verlo y puedo olerlo.

No me conoces, pero sin duda has oído hablar de mí. Nadie me conoce porque nadie me ha visto jamás. Sin embargo todo el mundo sabe de mi existencia.

Yo soy el miedo, la desazón, la angustia. Soy ese sentimiento tan atroz que te paraliza, que te hace sudar a pesar del frío, que te obliga a cerrar los ojos aun cuando sabes que debes permanecer alerta. Soy la sombra en la oscuridad que toma la forma de tus temores, el crujido de suelos y paredes en medio del silencio, la gélida brisa que hace ondear cortinas tras las que se ocultan ventanas cerradas.

Las voces que escuchas cuando estás en soledad son mis susurros en tus oídos, llenos de palabras zafias, carentes de humanidad y cargadas de emociones viles y crueles. El vello se te eriza, la piel se te pone de gallina y un hormigueo recorre tu espalda. Sientes una caricia, y antes de sobresaltarte lo achacas al roce de la ropa, tal vez de las sábanas con las que te cubres en un vano intento de pasar inadvertido. Pero en tu interior sabes que todo eso no son más que excusas, elucubraciones de tu mente para justificar tu miedo, porque no puedes negar que la caricia ha sido real. Todavía notas el calor del contacto, el áspero cosquilleo que permanece como un recuerdo volátil, la quemazón del veneno que mis manos han dejado sobre tu piel.

Entre lágrimas y mudos sollozos mueves los labios en silencio, rezando tus oraciones a un Dios que no puede salvarte y que siempre ha hecho oídos sordos ante las plegarias que piden ayuda. Dios no escucha tus palabras, pero yo sí. La única contestación que recibes son mis carcajadas, la estridente risa que se burla de tus ridículos medios para protegerte.

Huelo tu miedo, el acre sudor que te envuelve, tus ansias por salir corriendo a un lugar seguro. Pero ambos sabemos que no te moverás. Ni siquiera la imperiosa y extrema urgencia de vaciar la vejiga puede hacer que abandones la falsa e ilusoria seguridad que te proporcionan las mantas. No, prefieres mojar la cama antes que renunciar a tu santuario.

Mis nombres acuden a tu mente con la inútil esperanza de que conocer mi identidad restará verosimilitud a mi presencia: el Coco, el Monstruo del Armario, el Hombre del Saco, la Cosa Bajo la Cama. Sí, soy todos esos, y muchos más, pero ninguno es mi verdadero nombre. Y aunque lo conocieras, tampoco tendrías ningún poder sobre mí.

No puedo negar que aterrorizarte sea divertido, pero hacerte pasar miedo no es el motivo de que venga a visitarte. Ha llegado el momento de tomar aquello a por lo que he venido, lo que de verdad necesito de ti, lo que me ha de servir como alimento.

Quiero sorber tu alma, al igual que tú bebes el agua que te calma la sed; necesito aspirar tu esencia, lo mismo que tus pulmones precisan inhalar el aire cargado de oxígeno; anhelo saborear tu vida, tal como tu boca degusta los deliciosos sabores de los alimentos con los que te nutres.

Puede que todavía dudes de que yo sea real, que sigas pensando que no soy más que el desagradable poso de tu reciente pesadilla. Sin embargo, esas posibles dudas desaparecen cuando me acerco a ti, en el instante en que apoyo mi cuerpo en tu cama, en el momento en que tu colchón se hunde bajo mi peso. Sabes que si existe una última oportunidad de escapar es esa. Aun así eres incapaz de moverte.

Lloras, lloras, lloras. Las lágrimas que resbalaban de tus ojos deberían ser calientes, pero la cercanía de mi presencia las vuelve frías como la escarcha. Siento que tiemblas, a pesar de que aprietas con fuerza las mandíbulas para que los dientes no te castañeteen. Giras tu rostro, intentado desesperadamente evitar que mi mirada confluya con la tuya, y me muestras el pelo erizado de tu nuca. Todo tu cuerpo, empapado en sudor, despide un calor febril que contrasta con las vaharadas que despides con tu aliento.

Me coloco a horcajadas sobre ti y doblo mi cuerpo para acercar mi cara a la tuya. Tienes los ojos cerrados, pero mi voluntad es infinitamente superior y eres incapaz de presentar batalla. Aunque intentas resistirte con todas tu fuerzas no tardas mucho en ceder, y es entonces cuando nuestras miradas se cruzan. Tus pupilas, completamente dilatadas, son dos pozos que conducen de la forma más directa hacia tu interior, a tus miedos más primarios, a tus secretos más ocultos, a tus deseos más depravados.

A ese lugar es al que quiero llegar, al terreno donde podré dar rienda suelta a mis necesidades y en el que daré buena cuenta de ti.

Ahora que me tienes tan cerca ya no puedes reprimirte más. El terror ha alcanzado su punto álgido, y solo entonces los primitivos instintos de supervivencia salen a relucir. Gritas con todas tus fuerzas, y tus alaridos desgarran las paredes de tu garganta. Pataleas y te revuelves, haciendo que las sábanas y mantas se enrollen sobre ti y te aprisionen todavía más. A mí todo eso ya me da igual, ya te tengo en mi poder, sé que no tienes escapatoria.

Centro todo mi poder, toda mi voluntad, en las aterradas ventanas que son tus ojos. Como si de agujeros negros se tratase, absorben mi cuerpo, ahora etéreo, y me veo transportado de nuevo a ese mundo con el que soñaste un rato antes. No a la hermosa versión que para ti representa la felicidad, sino a esa otra cubierta de nubarrones, a la pervertida visión que trasformó el bonito sueño en una aterradora pesadilla. Aunque todo lo que veo es exactamente igual que lo que ya había visto antes, sé que hay una importante diferencia, una que necesitaba y que he forzado: no estás dormido, este mundo no es soñado.

Ahora formo parte de ti, puedo campar a mis anchas por los recovecos de tu mente, tomar para mí lo que desee, hacer que pienses lo que yo quiera y que actúes de acuerdo a mis designios. Te has convertido en una marioneta, y soy yo quien maneja los hilos.

Y tú, todavía tendido en la cama, no has notado el cambio en tu interior. Te sientes liberado, y por fin comienzas a superar el miedo, a respirar con más tranquilidad. Ya no estás tan intranquilo, e incluso llegas a dudar de que el terror que te tenía atenazado fuera real. Por la ventana, detrás de las espesas cortinas, se asoman los primero rayos del alba, que te infunden algo de valor para acomodarte mejor entre las sábanas.

Una voz que nace en algún lugar de tu mente resuena en tu cabeza: «Duérmete, niño, duérmete ya». Y tú obedeces. Te sientes muy cansado y los ojos te pesan. Los cierras sin temor alguno, ahora ya no hay nada a lo que tener miedo. En menos de un minuto te sumes en un profundo sueño sin sueños. Mañana será otro día, y comenzarás a ver el mundo con otros ojos. Los míos.