Voces

Hoy las voces se han callado. Tras varios meses soportando ese constante runrún esta mañana por fin me han dado un pequeño respiro.

Al principio el silencio supuso un enorme alivio. Por fin pude escuchar los sonidos que se producían a mi alrededor sin la enfermiza distorsión de las voces. Pude apreciar en su plenitud el canto de los pájaros, el viento entre los árboles, el llanto de un bebé. Por primera vez en mucho tiempo pude escuchar la radio y ver la televisión con la certeza de que mis sentidos no me engañaban.

Todo comenzó hace tres meses, y no puedo negar que desde el principio me asusté. La primera impresión que tuve fue que me estaba volviendo loco, aunque descarté esa posibilidad; recordé que los locos son incapaces de reconocer su propia locura. Las voces, por lo tanto, tenían que ser reales.

Pero no sólo me asusté por oír las voces. Más aterrador si cabe era el mensaje que portaban: dolor, sufrimiento, muerte, desesperación. Todo lo que me decían estaba relacionado con la esencia de esas palabras. Por mucho que quisiera ignorarlas, las voces siempre estaban ahí para recordarme que no tenían intención de desparecer. No construían frases completas, a veces ni siquiera eran palabras. Hablaban todas a la vez, sobreponiéndose unas a otras, formando un galimatías incomprensible. Aun así el significado quedaba muy claro.

Si el hecho de oír voces no quería decir que estuviera loco, a buen seguro que escucharlas durante tanto tiempo acabaría por hacerme perder la cordura. Apenas conseguía dormir, si acaso pequeños períodos en los que caía rendido por puro agotamiento.

Mi aspecto comenzó a acusar las consecuencias. Aunque nunca he estado gordo, durante esos tres meses perdí casi diez kilos; el brillo había desaparecido de mi piel, que ahora parecía un grisáceo pergamino, viejo y reseco, castigado por el paso del tiempo; el pelo comenzó a caérseme de manera alarmante, y el poco que conservaba se salpicó de multitud de canas; profundas ojeras convirtieron mis ojos en dos pequeñas pelotas sobresalientes de sus órbitas.

Sin embargo esta mañana, cuando me he despertado, me he sorprendido al darme cuenta de que las voces no estaban ahí. No recuerdo haberme quedado dormido, pero cuando abrí los ojos me sentía tan bien que estoy convencido de haber dormido unas cuantas horas seguidas. Y, por primera vez en mucho tiempo, he disfrutado del día. Al menos de la mayor parte.

Porque a primera hora de la tarde un nuevo desasosiego empezó a recorrer mi cuerpo. Aunque las voces no estaban ahí, de nuevo pensé en la locura y la cordura, y también en el dolor, el sufrimiento y la muerte. Poco a poco la desesperación me fue invadiendo. El alivio del silencio solo había durado unas pocas horas.

Por extraño que pudiera parecer, me di cuenta de que, según avanzaba el día, había comenzado a echar en falta la voces, esa cacofonía que me había acompañado en todo momento desde hacía tres meses. Los sonidos que durante la mañana casi habían conseguido que me emocionara ahora me parecían vacuos y vacíos: el canto de los pájaros no era más que una ruidosa molestia; el viento entre los árboles sonaba a interferencias y electricidad estática; y el llanto de un bebe se convertía en un lastimero quejido estridente. La radio y la televisión no conseguían aportarme nada. Escuchaba música o veía un programa, pero en mi cabeza las melodías y las palabras no cobraban sentido alguno. Eran las voces las que aportaban cierta comprensión a este mundo.

Entonces volvieron, y la calma se sobrepuso a cualquier otra sensación que me rodeara. Por primera vez presté atención a lo que me decían las voces, las escuché. Ahora, al igual que antes, hablaban todas a la vez, pero ya no luchaban entre sí. Ahora todas formaban parte de una sola voz. Y comprendí por qué estaban ahí: tenían una razón de ser, un mensaje que trasmitirme, una misión que yo tenía que cumplir.

Y eso es lo que acabó de hacer, justo antes de escribir estas líneas. Las voces me guiaron, me indicaron cómo pertrecharme y me señalaron los pasos a seguir. La mano que sujetaba el cuchillo parecía moverse sola, como si alguien tirara de unos hilos invisibles que determinarán todos mis movimientos. La sangre me empapó de la cabeza a los pies.

Delante de mí están los cadáveres de diecisiete personas. Nunca los conocí, pero tampoco me importó. Cuando los maté no sentí pena por ellos. Tampoco alegría. Solo era un trabajo que tenía que hacerse.

Ahora las voces me están pidiendo que acabe con una vida más, y no pienso decepcionarlas. Me han prometido la inmortalidad, la vida eterna. En este mundo seré recordado durante muchos años gracias a mi obra. En el otro me uniré a la legión de voces que me han acompañado durante los últimos meses.

Sólo queda hacer una cosa. Levantar el cuchillo y pasar su frío filo por mi garganta.