El héroe más grande que hubiera conocido la humanidad se aburría como una ostra. Sentado a una esquina de la barra del bar, jugueteaba con su copa de brandy mientras observaba a la gente divertirse. Bueno, ellos lo llamaban divertirse; él consideraba que hacían el ridículo. Era lo que tenían ese tipo de celebraciones.
La ceremonia, oficiada en el espectacular jardín principal del palacio ducal de Riogrande, había sido preciosa. Reconvertido a museo, no era nada fácil conseguir aquel sitio para un evento tan frívolo como una boda, pero tirar de los hilos adecuados ayudaba a abrir muchas puertas. Si además se ofrecía una suma obscena de dinero a las personas adecuadas, el éxito estaba asegurado.
El cóctel de recepción a los recién casados tuvo lugar en el patio del ala oeste, mientras que el banquete se celebró en el lujoso salón Imperial, el mismo donde reyes y nobles de la más alta alcurnia habían agasajado a sus invitados hasta unas pocas décadas antes. Más tarde, después de disfrutar de un menú confeccionado por un equipo de los más prestigiosos chefs a nivel mundial, la fiesta se trasladó al salón Atlantis, donde la música, el baile y el alcohol dieron paso a la diversión más distendida.
Entre los asistentes se encontraba la flor y nata de la sociedad: políticos, celebrities del cine, el deporte, la moda, el arte y el espectáculo, algunas de las mentes más privilegiadas del país y, claro está, la familia y los amigos de los novios. En total, trescientos cuarenta y nueve invitados se dieron cita para uno de los acontecimientos más esperados del año. La prensa, por supuesto, tuvo imposible el acceso.
La gente se comportó con mesura antes de empezar el banquete, como era de esperar en personalidades de semejante categoría. Después, durante la comida, cada uno de los siete platos que componían el menú maridaba a la perfección con su correspondiente copa de exquisito vino. Para cuando acabaron los postres, muy pocos de los asistentes podía asegurar (sin faltar a la verdad) que no estaban borrachos.
Él, en cambio, solo estaba algo achispado. Antaño, su condición genética única le hacía inmune a cualquier agente tóxico que contaminara su organismo. Pero claro, el paso del tiempo y la edad siempre acaban restando eficiencia a todas las capacidades, ya fueran mundanas o superhumanas.
Se llevó el vaso a los labios y tragó una buena cantidad del líquido ambarino. Mientras lo saboreaba, paseó de nuevo la mirada por la pista de baile y, al ver la felicidad en los rostros de los recién casados, sonrió. El gesto, cargado con la añoranza de un pasado que nunca llegó a vivir, no fue tan alegre como le hubiera gustado. Sentía envidia de aquel par de jóvenes que acababa de dar comienzo a una vida juntos; no como él, cuya única compañía a lo largo de los años era la de su fiel mayordomo. Su mirada se cruzó con la de uno de los novios y, deseando lo mejor para ellos, levantó la copa en un silencioso brindis antes de apurarla.
—Póngame otra, por favor —pidió a la camarera.
—¿Está seguro, señor Díaz? Ya se ha tomado siete; eso es mucho incluso para…
—¿Alguien joven y fuerte? —Lanzó una sonora carcajada. Le gustaba la expresión preocupada de la muchacha, como si temiera que el viejo que tenía delante fuera a caer desplomado, inconsciente, de un momento a otro—. Tranquila, aún me queda aguante para, al menos, una más. ¿Lo ves? Ni siquiera se me traba la lengua al hablar.
La camarera le miró, recelosa. Tal vez estuviera recordando la ocasión en que él, durante una fiesta en su mansión, se agarró tal cogorza que acabó incendiando el edificio, no sin antes insultar y expulsar a todos los invitados. No, era demasiado joven para recordar aquel incidente, puede que ni siquiera hubiese nacido. Pero las leyendas suelen precederle a uno, y aquella dio que hablar durante mucho tiempo, a pesar de que la realidad fue muy distinta a como se narró en los medios: fingió estar borracho para así poder evacuar la mansión cuando los matones de Silverwolf, uno de sus primeros enemigos, decidieron incendiarla.
—No te preocupes —dijo alguien a su espalda—, yo me ocupare de que el señor Díaz no cometa ninguna imprudencia. ¿Me sirves otra a mí?
César Díaz, superhéroe retirado una década antes y uno de los hombres más ricos del mundo, sintió un escalofrío al escuchar aquella voz. Quizá se confundía y era solo parecida a la de… Pero ¿y si…? No, no podía ser.
Una gota de sudor le recorrió la espalda por debajo de la camisa. Recordando la disciplina que tantas veces le había conducido hasta el éxito, se obligó a adoptar una actitud desenfadada antes de volverse. Frente a él, un tipo delgado de unos setenta años se sentó en la banqueta de al lado. La camarera sirvió las dos copas. El desconocido cogió la suya y la mantuvo en alto.
—¿Brindamos?
César, con pulso tembloroso, tomó su vaso y lo chocó contra el otro. Tuvo que refrenar el impulso de beber todo el contenido de un trago. Aquella cara arrugada, la nariz ganchuda, los ojos oscuros y saltones… No había rastro de maquillaje y su pelo, abundante para un hombre de aquella edad, era de un plateado muy natural, no azul chillón. Aun así, no cabía duda; era él.
¿Qué diablos hacía allí? ¿Estaría planeando un golpe? Entre los invitados había grandísimas fortunas. Puede que no llevaran mucho dinero encima; sin embargo, el valor de las joyas que lucían podría alcanzar cifras con siete ceros. Ese tipo de atracos eran muy comunes entre las fechorías cometidas por el Mimo Loco, como se conocía a Arturo Romero en el ámbito criminal. Llevaba ejecutándolos desde sus comienzos, que coincidían más o menos con la época en que César adoptó la identidad de Capa Negra.
—Relájese, hombre —rio aquel tipo—. ¡Ni que hubiera visto un fantasma!
—¿Nos conocemos? —disimuló César.
—Bueno, yo diría que sí. Usted es César Díaz, el playboy multimillonario más famoso del mundo. ¿Qué le trae a una boda como esta? ¿Es familia de alguno de los novios? Yo soy tío segundo de Luis.
—El abuelo de Eduardo y yo somos amigos desde hace mucho tiempo —respondió César en un intento de aparentar normalidad—; insistió tanto que no pude rechazar la invitación. Perdone, pero todavía no me ha dicho su nombre.
—De verdad, vas a herir mis sentimientos. —La piel flácida que le colgaba debajo de la barbilla tembló con sus risas—. No has vuelto a ser el mismo desde que te quitaste la capa.
«¡Lo sabe!», pensó César. «No tengo ni idea de cómo ha descubierto mi identidad secreta, pero lo sabe».
Un terror como no sentía desde sus años en activo se apoderó de él. Ese era el momento en que los malos ponían las cartas sobre la mesa; sacaría su arma, pegaría dos tiros al aire, sus esbirros tomarían rehenes y anunciaría que aquello era un atraco. Si nadie se hacía el valiente, todos vivirían para continuar la fiesta en otro momento. Ese último mensaje iría dirigido a él, por supuesto.
En lugar de eso, Arturo Romero fingió sentirse ofendido.
—¡Oh, venga! ¿Cuánto tiempo más vamos a seguir disimulando? Sabes quién soy, César. ¿No podemos charlar como buenos y viejos enemigos mientras tomamos una copa?
—Disculpe, pero no sé de qué está hablando.
—Corta el rollo —dijo repentinamente serio—. Tú eres Capa Negra, tan cierto como que sabes que yo soy Mimo Loco.
César, con la sangre helada en sus venas, fue incapaz de ocultar su asombro. Intentó hacer como que no había escuchado bien, pensó en actuar como si aquello fuera una broma, quiso buscar alguna frase con la que rebatirle. Lo único que logró fue balbucear algunas palabras sin sentido.
—Esto no te lo esperabas, ¿verdad? —Arturo recuperó el buen humor. Su risa era más sosegada que la que recordaba del Mimo Loco, sin aquella estridencia que solía poner la piel de gallina a quien la escuchaba. Aun así, tuvo el poder de transportar a César a algunos de sus peores recuerdos—. Si te soy sincero, conozco tu identidad desde hace muchos años. He podido descubrirte ante el público infinidad de veces, o atacarte en tu bonita mansión cuando tenías la guardia baja. Pero ¿sabes una cosa? No me hubiera parecido justo. Verás, mi enemigo era Capa Negra; la persona anónima que se escondía debajo de la máscara me daba completamente igual. Enfrentarme a César Díaz, por muy poderoso que fuera, no suponía ningún aliciente para mí.
—Eso no tiene sentido.
—¡Tú no lo entenderías! —protestó Arturo, aunque sin perder la sonrisa—. A decir verdad, yo tampoco lo entiendo muy bien. Verás, mi última estancia en prisión fue mucho más efectiva que cualquiera de las anteriores. Las nuevas corrientes en el mundo de la psiquiatría me otorgaron herramientas con las que poder liberar mi mente de los traumas que me llevaron a ser como era. No puedo decir que sea un hombre nuevo, pero al menos soy consciente de que mi anterior yo estaba como una auténtica regadera.
—Bueno, como se suele decir, el primer paso es reconocerlo.
El antiguo villano lanzó otra carcajada y golpeó con su vaso el de César. Los dos bebieron a sorbos cortos, en silencio. Parecían viejos conocidos que, tras mucho tiempo separados, no encuentran las palabras adecuadas para deshacer la tensa incomodidad del momento. Al final fue César quien se decidió a hablar.
—¿De verdad te has rehabilitado? —preguntó. No sabía si fiarse de él.
—Rehabilitado y retirado —aseguró Arturo—. Esto de la jubilación tiene sus ventajas, pero te confieso que hay veces que echo de menos la vida de acción. ¡No me malinterpretes, no tengo intención de volver! Pero el subidón que provocaba planear un golpe, ponerlo en práctica, disfrutar del éxito y del botín, improvisar cuando el plan no iba como se suponía que debía ir, enfrentarme a mi némesis… ¡Incluso en las derrotas había magia!
César lo miraba y asentía. Sí, él también echaba de menos los viejos tiempos.
—En septiembre se cumplirán diez años desde que colgué la capa —dijo. Él era el primer sorprendido por contarle aquello al que había sido su peor enemigo. Sin embargo, supo que quería continuar—. Ahora lo llevo bastante bien, pero al principio casi vuelvo loco a Albert, mi mayordomo. Soñaba todas las noches con misiones y con casos que no podía resolver, la ciudad acababa envuelta en caos y ruinas, me enfrentaba a los peores peligros imaginables…
Dejó la frase a medias. Había estado a punto de decir que el Mimo Loco era recurrente sus sueños. ¿Habría sonado demasiado raro?
—¡Qué me vas a contar! —suspiró Arturo, que se llevó el vaso a los labios antes de continuar—. Antes sufría constantes pesadillas en las que Capa Negra acababa frustrando todos mis planes.
César lanzó una carcajada.
—Aquello no eran sueños. Te odiaba con todas mis fuerzas, pero vencerte una y otra vez compensaba tantos disgustos. Siempre me preguntaba cuándo te cansarías de perder.
—¿De verdad crees que siempre ganabas?
—Por supuesto.
Ahora fue Arturo quien rio.
—¡Qué equivocado estás! —dijo—. ¿Recuerdas la vez que atrapé media ciudad dentro de un campo de fuerza?
—Sí —repuso César—. Exigías un rescate desorbitado por retirarlo, pero yo localicé el generador del campo en uno de tus escondrijos y lo desactivé antes de que te pagaran un solo duro.
—¡Error! Algunos de mis chicos se perdieron por las alcantarillas, se toparon con la guarida del Cuentacuentos y allí encontraron ese cacharro. Como eran un poco manazas, lo activaron sin querer y luego ninguno supimos apagarlo. Yo solo aproveché la circunstancia para generar una cortina de humo y llevarme un cuantioso botín que la mafia, por una afortunada coincidencia, no podía custodiar. Solo tuve que esperar a que el superhéroe favorito de la ciudad desconectara el generador y me abriera una vía de escape. ¡Un plan perfecto!
La historia sorprendió a César, que miraba a Arturo con suspicacia. No estaba dispuesto a creerle tan fácilmente, pero su instinto le decía que no estaba mintiendo. Al final no tuvo más remedio que reconocerle aquella victoria.
—Un triunfo entre muchos fracasos.
—Te vuelves a equivocar. —Los ojos de Arturo brillaban, estaba deseoso de seguir alardeando de sus grandes éxitos—. Puede que te sorprenda, pero más de una vez he hecho de cebo para atraerte y así permitir que mis hombres llevaran a cabo el auténtico plan. ¡Cuántas veces habrás culpado injustamente a otros villanos por mis fechorías!
—Me estás vacilando.
Sin saber qué era mayor, si la vergüenza por haber sido engañado, la ira al descubrir que su archienemigo le había superado más veces de las que creía o la diversión por mantener aquella charla tan surrealista, César apuró su copa y levantó dos dedos en dirección a la camarera.
A aquella le siguieron otro par de rondas. Conversaron durante una hora más cómo si fueran viejos amigos, contándose batallitas de sus tiempos de gloria y confesándose secretos que jamás pensaron revelar a alguien del bando contrario. A César le resultaba curioso ver a la persona que se escondía detrás del maquillaje, lo diferente que era este Arturo Romero del Mimo Loco, y tal vez él pensara lo mismo de César Díaz y Capa Negra. A fin de cuentas, los dos eran personajes creados para poder llevar una doble vida. Ahora bien, ¿cuál era la vida real, la que ocultaban tras la máscara y el maquillaje o la que comenzaba cuando se descubrían la cara?
Acababan de pedir dos brandys más cuando un grupo de personas comenzó a gritar en la pista de baile. César, intrigado por el nuevo divertimento, se volvió hacia allí. Tal vez se debiera a estar rememorando viejos enfrentamientos, o que el licor embotaba su cabeza más de lo que creía, pero el sonido de los petardos que alguien acababa de tirar le recordaron demasiado a disparos de un arma automática.
Entonces la multitud se abrió hacia los lados y la música se silenció. Una docena de personas, todas vestidas de negro y con las caras ocultas tras máscaras de Super Mario, apuntaban a los invitados con rifles de asalto.
Los ojos acusadores de César se clavaron en Arturo. ¿Cómo podía haberse tragado aquella patraña de que estaba rehabilitado? Le entraron unas terribles ganas de cogerle por la pechera y estamparle contra la barra del bar para borrarle su estúpida expresión sorprendida. Arturo, como si intuyera los pensamientos del ex superhéroe, alzó las manos en actitud defensiva y negó con la cabeza. Por lo visto, aquello no era cosa del Mimo Loco.
Otro supermario, este con el característico traje azul y rojo del famoso personaje de videojuegos, reclamó la atención de todos los presentes.
—Disculpen las molestias, señoras y señores —comenzó a decir—. Quiero ofrecer mi más sincera enhorabuena a la pareja de recién casados y agradecerles que hayan querido compartir su felicidad con todos nosotros. De igual manera, les agradezco a ustedes que vayan a compartir parte de sus riquezas conmigo y mis compañeros. Este acto, por supuesto, no será voluntario, aunque estará exento de riesgo siempre y cuando colaboren y no generen ningún tipo de problema. Así que, por favor, les pido amablemente que mantengan la calma y formen una fila en silencio junto a esa pared.
Los supermarios, igual que haría un perro pastor con las ovejas, condujeron a los invitados al lugar indicado por el jefe. Uno de ellos se acercó a la barra de bar para hacer lo mismo con las pocas personas que allí había.
—¿No piensas hacer nada? —preguntó Arturo en un susurro. César creyó divisar cierto brillo de emoción en sus ojos.
—Estoy retirado —contestó.
—Oh, vamos. ¡Con la de veces que me jodiste a mí el negocio! Sabes que lo llevas en la sangre.
—¿Desde cuándo te importa a ti lo que le pase a los demás?
—Ese era tu problema, que siempre me veías como a un monstruo. Yo también tengo mi corazoncito. Mira, ese de ahí…
—¡Vosotros dos, los viejos! —Uno de los atracadores se puso delante de ellos, creyendo que su mera presencia y la de su arma bastarían para amedrentarles—. ¿Se os ha acabado la pila del sonotone? ¿O es que no sabéis lo que significa estar en silencio?
El jefe de los supermarios, al oír a su subordinado, sacó una pistola del interior de su peto azul.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó al verles—. ¡Pero si es el señor César Díaz! Puede que este trabajito sea más rentable de lo que habíamos pensado. —El supermario, en un intento de intimidar a César, se acercó a él hasta casi rozarle la nariz con la máscara de plástico, aunque para ello tuvo que ponerse de puntillas. Al ver que no parecía tener el efecto deseado, se separó un poco y le encañonó con la pistola por debajo de la barbilla—. ¿Tiene algo que decir, señor Díaz? Puede que quiera ofrecernos algún incentivo para salir de aquí de una sola pieza.
—¡Sí, señor Díaz! Por favor, ¡muéstreles a estos caballeros eso tan especial de lo que estábamos hablando! Estoy seguro de que se sorprenderán.
César entornó los ojos al detectar el deje burlón en las palabras de Arturo. El Mimo Loco, el maldito Mimo Loco, se divertía incluso estando del lado de las víctimas. El resto de invitados empezó a murmurar, vislumbrando la posibilidad de que su inmensa fortuna bastara para comprar la libertad de todos los asistentes a la boda.
El supermario parecía intrigado y ansioso por descubrir «eso tan especial».
—No creo que te lo vaya a decir tan fácilmente —le espetó Arturo. Su risa, cada vez más desquiciada, recordaba demasiado a la del supervillano de antaño—. Si me permites un consejo, deberías dispararle ahora, que no es demasiado tarde.
—¿Qué? —se extrañó el supermario jefe. No era muy común que un rehén incitara a los malhechores a acabar con otro.
César, a diferencia de Arturo, no disfrutaba de la situación, pero eso no impedía que deseara saber cómo reaccionaría el atracador. Podía oler su nerviosismo, su miedo ante una actitud inesperada en dos rehenes viejos y probablemente borrachos. Además, aunque quizá no fuese la primera vez que mataba a alguien, asesinar a sangre fría a un tipo famoso e importante era muy diferente a cargarse a un miembro de una banda rival en una reyerta callejera o en un tiroteo.
—¡Que le dispares de una vez! —gritó Arturo.
En ese momento, diez años después de su última intervención como superhéroe, César Díaz apeló a los poderes que dormitaban en su interior.
El picante aroma de la pólvora quemada acompañó a la detonación del arma. A pesar de que el cañón estaba pegado a la papada de César cuando el supermario apretó el gatillo, la bala se clavó en el techo sin acertar al objetivo.
No necesitaba llevar la máscara ni el traje de kevlar para ser otra vez Capa Negra. La agilidad sobrehumana, fruto de la manipulación genética, era parte de él, así que le bastó una centésima de segundo para evitar el disparo. El jefe de los atracadores no tuvo tiempo de sorprenderse; un golpe en la boca del estómago le obligó a doblarse por la mitad. Arturo retiró el puño de su vientre y dejó que el infortunado, sin aliento, cayera al suelo.
El caos no necesitó de más para desatarse. Los invitados a la boda chillaron cuando las armas de los atracadores empezaron a escupir munición. Detrás del bar, botellas, copas, vasos y un espejo estallaron en pedazos al recibir los proyectiles perdidos.
César rodó por el suelo para evitar la primera oleada de balas. El mismo impulso le serviría para incorporarse de nuevo, pero un latigazo en la espalda, a la altura de los riñones, hizo que quedara espatarrado. ¡Menudo momento para ser víctima de los achaques de la edad!
Uno de los supermarios se acercó apuntándole con su arma, pero un vaso de cristal se estrelló contra su cara y Arturo rio. El golpe no era suficiente para tumbarlo, pero sí le concedió a César tiempo suficiente para ponerse en pie. Apretando los dientes para ignorar el dolor de espalda, agarró al supermario por el brazo y, con dos rápidos movimientos, le desarmó antes de dejarle KO.
Al mirar hacia el resto de rehenes, vio que Arturo se enfrentaba a tres rivales. Tal vez pudiera parecer que un anciano de aspecto endeble no tuviera nada que hacer contra tres matones armados, pero César sabía que el Mimo Loco se crecía en situaciones extremadamente adversas. En efecto, con una agilidad impropia de un septuagenario, Arturo efectuó un barrido a ras de suelo para derribar a dos de sus enemigos. El tercero, que había quedado a su espalda, intentó aprovechar para golpearle con la culata de su arma, pero no tuvo oportunidad: un pié dejó la huella de su zapato en la máscara de Super Mario. El atracador cayó hacia atrás y no volvió a levantarse.
Al ver que otros dos atracadores se unían a los que atosigaban a Arturo, César supo que debía acudir en su ayuda. Tres enemigos le salieron al paso, de uno en uno, sin comprender que así tenían cero posibilidades de vencerle. ¡Hasta su propio cuerpo le daba más guerra que ellos! La zona lumbar aún le palpitaba con un dolor sordo, las articulaciones le crujían con cada golpe que asestaba y, para colmo, le estaban entrando ganas de mear; solo esperaba no hacérselo encima por culpa de un esfuerzo mal gestionado.
César alcanzó la posición de Arturo y este, que no le vio llegar, le lanzó un puñetazo al rostro. Golpes como ese, capaces de atravesar paredes de ladrillo, habían noqueado a los cuatro enemigos que yacían inconscientes en el suelo. César lo detuvo con una sola mano y fulminó a Arturo con la mirada.
—¡Culpa mía! —se disculpó el Mimo Loco—. Es que estoy un poco mayor para estos trotes.
—¡Qué me vas a contar! —dijo César. Sin darse cuenta de lo que hacía, se llevó una mano a los riñones.
Cinco maleantes les rodeaban, todos los que aún resistían en pie. Cualquiera que no hubiese presenciado nada de lo sucedido apostaría a que los dos hombres mayores y de aspecto cansado serían carne de cañón. En cambio, todos los presentes, incluidos los supermarios, habían visto de qué eran capaces. Más de uno se estaría preguntando quién demonios eran esos dos viejos.
La pelea fue demasiado rápida, tanto en tiempo transcurrido como en ejecución de movimientos. En apenas dos segundos, César dio cuenta de tres enemigos y Arturo hizo lo propio con los dos restantes.
Los invitados estallaron en vítores al verse liberados de la banda de los Supermarios.
—Me duele todo el cuerpo —gruño Arturo. Su sonrisa, sin embargo, evidenciaba que había disfrutado la pelea de lo lindo.
—Creo que mañana no podré levantarme de la cama —respondió César. Él no sonreía, pero estaba tan emocionado por la lucha como su antiguo enemigo.
Ahora llegaba uno de los momento que más odiaba: el de preocuparse por la gente a la que había salvado. Llevar la máscara ayudaba mucho; Capa Negra era un superhéroe, sí, pero uno frío y huraño. A nadie le extrañaba que abandonara los escenarios de sus hazañas porque era lo que se esperaba de él, incluso le aplaudían y vitoreaban cuando lo hacía. En cambio, César Díaz era un filántropo, un hombre afable que siempre se preocupaba por los demás. ¿Cómo evitar ahora esa confrontación? ¿Cómo explicar que aquel tipo, bien entrado en años y que, según se rumoreaba, seguía dándose a la buena vida, había vencido a una banda de atracadores con tan insultante facilidad?
Al darse la vuelta, en cambio, se fijó en que Eduardo y Luis, los recién casados, se abrazaban con gesto atemorizado. El resto de invitados, igual de asustados, miraban hacia un punto fuera de la pista de baile. César se giró para ver qué era aquello que tanto les inquietaba.
Por muchas cosas sorprendentes que hubiera vivido durante su larga carrera como superhéroe, aquello se colaba de lleno en el podio de lo extraño. El supermario jefe, el que vestía peto azul sobre el jersey rojo, parecía recuperado del golpe que le dio Arturo. Pero no se trataba solo de eso. Llevaba la máscara levantada y vio que su boca, la de verdad, masticaba los restos de una seta roja. ¿Era una broma? Además, ¿era un efecto óptico, o era más grande que antes? Sí, había crecido, ahora era tan alto como el propio César, quizás un poco más. Y parecía más fornido. La voz de la experiencia le decía que ese tipo era mucho más peligroso que cualquiera de sus compañeros.
—¡Un supervillano! —gritó Arturo.
Su improbable aliado, emocionado ante la inminente pelea, se lanzó a la carga. Antes de que su ataque alcanzara al rival, este le dio un manotazo que le hizo salir por los aires. Deseando que la imprudente arremetida hubiera distraído al supermario, César aprovechó también para abordarlo. Los dos esquivaron los primeros golpes, pero el ex superhéroe acabó encajando un puñetazo que le hizo chocar contra una pared y caer junto a Arturo.
—¿Estas bien?
—Creo que sí, solo un poco aturdido. ¿Y tú?
—No lo sé, depende de si mi cadera sigue en su sitio y de una sola pieza.
Ambos doloridos, no pudieron evitar reírse. ¿Cuántas veces habían estado en una situación similar provocada por el otro?
Como si las carcajadas le molestasen, el supermario se abalanzó hacia ellos. Agarrándose las manos, tiraron el uno del otro y los dos se pusieron en pie, justo a tiempo de evitar la embestida de aquella mala bestia. El agujero en la pared les ayudó a comprender al tipo de fuerza a la que se enfrentaban.
—¿Recueras la vez que me alié con el Huno? —preguntó Arturo mientras esquivaba una patada.
—¿Otra vez con batallitas? —protestó César, que se salvó de un demoledor puñetazo por unos milímetros. Entonces comprendió a cuento de qué venía el comentario de su compañero—. Vale, pero aquello no os salió muy bien.
—Dudo mucho que este tipo tenga la capacidad estratégica de Capa Negra.
—De acuerdo, ¡uno por cada lado!
Tras separarse un par de metros del supermario, César se puso al alcance de sus puños. No le costó evadir los ataques que le lanzaba. Aprovechando la ocasión, Arturo le asestó varios golpes por la espalda. Cuando el villano se giró para defenderse, fue César quien maltrató los puntos que dejaba desprotegidos.
Gracias a esa táctica, lograron propinar una buena paliza al criminal. Además, los efectos de la seta estaban desvaneciéndose, haciendo que el supermario perdiera su fuerza y recuperara su tamaño original.
—Parece que sí ha funcionado —dijo César.
Arturo, entendiendo aquello como un cumplido, se irguió orgulloso e infló el pecho.
Ese momento, que solo duró un segundo, bastó para que el supermario sacara otra seta del bolsillo delantero del peto. Antes de que pudiera llevársela a la boca, tanto César como Arturo le golpearon a la vez en la cara, mandándolo por los aires al otro lado de la barra de bar. Ya no se volvió a levantar.
Ahora sí, la multitud apiñada junto a la pista de baile estalló en vítores y aplausos. Los dos, villano y superhéroe ya retirados, se felicitaron con las miradas.
—¡Qué gran equipo hubiéramos formado! —dijo Arturo. Jadeaba por el esfuerzo que les había supuesto aquella última pelea.
—Ya, por desgracia estabas en el bando equivocado.
—Puede ser, pero yo sabía divertirme. ¿Puedes decir lo mismo?
Aunque César no parecía tan agotado como él, también respiraba de forma acelerada. Sin embargo, no fue esa la razón de que su respuesta muriera antes de asomarle a los labios. Iba a decir que sí, pero dudaba de que estuviera siendo fiel a la verdad, así que prefirió irse por las ramas.
—Da igual, no me arrepiento de haber llevado aquella vida. ¿Y tú?
Sin decir nada, Arturo se acercó al sitio donde unos minutos antes, no demasiados, estaban los dos tomando copas. Sobre la barra había un vaso. Era el de César, y todavía contenía una buena cantidad de brandy. Como si fuera un objeto extraño, lo cogió para observarlo con atención. Unos segundos después, se encogió de hombros antes de beber todo el contenido de un solo trago.
—Casi nunca —contestó por fin—. Eran otros tiempos; no sabría decirte si mejores o peores, pero al menos hay una cosa segura: eran nuestros, nos pertenecían. En cambio, ahora, míranos. Tomando copas como viejos camaradas, rememorando aquella época como los viejos que somos.
César lanzó un suspiro y asintió. Esbozando una sonrisa melancólica, dejaron que la masa conformada por los invitados les engullera entre agradecimientos y felicitaciones.