La emisaria de Sittegg

05/08/2025

La Emisaria abrió los ojos, sobresaltada, y recordó al instante dónde se encontraba. A su lado, su compañera de habitación hojeaba una revista. Volvió a cerrar los ojos, deseando acabar con su cometido. Nunca antes había fracasado, no permitiría que aquella fuese la primera vez.

Le dolía todo el cuerpo, pero el dolor era algo que le hacía más fuerte. No en vano eso era lo que reclamaba su Señor, y él recompensaba su sufrimiento y sus servicios con grandes dones. Al levantarse de la cama, se le escapó un gruñido que llamó la atención de su compañera.

Con una mueca de desprecio, la Emisaria sacó la aguja que tenía clavada en el brazo y un hilo de sangre brotó de la pequeña herida. Luego desenganchó el resto de artilugios que tenía conectados al cuerpo y un monitor que había a su lado dibujó una línea plana de color verde.

—¿Qué se supone que estás haciendo? —preguntó su compañera de habitación, alterada por lo que estaba viendo—. Tienes el cuerpo entero destrozado. ¡No deberías poder moverte!

Sí, eso había sido cierto. Pero solo hasta el día anterior. El accidente le provocó casi una veintena de fracturas por todo el cuerpo, además de graves lesiones en algunos órganos internos. Sin embargo, el poder de su Señor había acelerado la curación. Todavía no se podía decir que estuviera sana, pero Sittegg no toleraría que su regalo se desperdiciara descansando en una cómoda cama de hospital.

Una mujer y dos hombres irrumpieron en la habitación. Personal del hospital, a juzgar por sus uniformes, que acudía alertado por el sistema de monitorización.

—¡Señora Ortega! No debe moverse de la cama —le reprendió la mujer, sujetándola por los hombros y obligándola a recostarse.

Aunque era delgada y parecía poca cosa, los años de experiencia habían conferido fuerza a sus brazos. Sintiéndose amenazada, la Emisaria sujetó la cabeza de la enfermera con sus dos manos y la retorció con un movimiento seco. La mujer cayó al suelo, muerta.

Los otros dos enfermeros no fueron todo lo rápidos que hubieran necesitado ser. El primero de ellos se abalanzó contra ella, pero la Emisaria lo esquivó y utilizó el propio impulso del hombre para estamparle de cara contra la pared. El segundo se movió con una lentitud pasmosa, casi como si lo hiciera a cámara lenta. No había llegado a la puerta cuando la base del pie del gotero impactó contra su cabeza.

Ahora que aquellos tres ya estaban fuera de combate, fue consciente de los alaridos que profería su compañera de habitación. En cuanto fijó la mirada en ella, los gritos cesaron. La mujer, que se había revuelto en la cama hasta caer por el otro lado, la miraba de la misma forma que lo haría una niña asustada. Encogida contra la pared, intentaba hacerse lo más pequeña posible en un baldío intento de pasar desapercibida.

La Emisaria se dirigió al monitor que había alertado al personal médico y lo desconectó. También hizo lo mismo con el de su compañera de habitación.

—¡No me hagas daño! —gimoteó al verla acercarse—. ¡Haré lo que me digas, pero no me hagas nada!

La Emisaria se llevó un dedo a los labios con deliberada parsimonia y los patéticos balbuceos cesaron al instante.

—Tú te vienes conmigo —dijo señalándola.

—¿Por qué? —quiso saber. Las lágrimas brotaban de sus ojos en silencio—. Te salvé la vida.

Puede que tuviera razón.

Como siempre que debía realizar un sacrificio, la Emisaria había iniciado una búsqueda exhaustiva de la víctima apropiada: vagabundeó por la ciudad, observando meticulosamente a los candidatos y candidatas, siguiéndolos de un lado para otro, siempre oculta entre la multitud y sopesando a cada uno de ellos. Al final escogió a la chica espigada, con mochila, pantalones cortos y cámara fotográfica colgada al cuello. Reunía todas las características que buscaba: joven, sana, solitaria, de fuera de la ciudad. Alguien a quien no echarían en falta, al menos durante los primeros días; para cuando lo hicieran, sería complicado seguirle la pista, demasiado tarde.

Una vez escogida la víctima, solo tenía que aprovechar una oportunidad en la que se encontrara sola. Y esta se presentó cuando la desafortunada mujer volvía de noche a la pensión donde se alojaba. Se encontraba en uno de los barrios obreros de la ciudad, en una de esas calles que, pasadas las horas de comercio, apenas presentaba movimiento.

Cuando se acercó a ella, la Emisaria ya tenía preparada la jeringuilla con el narcótico que la dejaría grogui. Solo tenía que sujetarla para que no cayera al suelo y ayudarla a caminar por donde ella la guiase. Así lo había hecho más de una veintena de veces durante los últimos años y nunca había surgido ningún problema. Pero en esa ocasión todo iba a ser diferente.

Estaba a solo un par de metros de su víctima, con el dedo pulgar apoyado en el émbolo de la jeringa, oculta a su espalda. Sin embargo, en el mismo instante en que la Emisaria iba a alzar el brazo, un estruendo reclamó su atención.

Al igual que un ciervo en mitad de la carretera, se quedó paralizada al ver cómo un autobús arrastraba hacia ella varios de los coches estacionados junto a la acera. El conductor había sufrido un ataque al corazón y, tras perder el conocimiento, el gigantesco vehículo continuó su avance sin nadie que lo guiara y nada que pudiera detenerlo, ni siquiera aquella avalancha de hierros, chapas, cristales y neumáticos.

En los escasos segundos que faltaban para que aquel amasijo la engullera, tuvo tiempo de lamentarse por el fracaso de su misión: Sittegg le había encargado a ella, entre los miles de millones de personas que habitaban este mundo, la tarea de abrir el portal que le permitiera adentrarse en este plano de existencia. Y ella, su Emisaria, que había recibido tantos dones y favores, estaba a punto de fallarle de forma definitiva e irremediable.

Resignada a morir, algo la abrazó y la derribó. El alud de coches destrozados no la alcanzó de lleno. Aun así, fue golpeada por parte de la marea de chatarra. Después, perdió la consciencia.

Nunca podría demostrar que, sin la valerosa actuación de quien iba a ser su víctima, todavía fuera capaz de seguir respirando. Por ello sintió una ligera punzada de gratitud.

¿Gratitud? Ese era un sentimiento que no experimentaba desde hacía muchísimo tiempo. Lo más parecido a gratitud era la devoción que profesaba a Sittegg por haberla convertido en su elegida, en su Emisaria. Pero lo que sentía ahora, ese calor en las tripas dirigido a la mujer que lloriqueaba encogida entre la cama de hospital y la pared, había despertado recuerdos que creía olvidados. No le costó mucho enviarlos de nuevo al pozo de oscuridad donde habían pasado todo ese tiempo.

—¡Vamos! —gruñó mientras agarraba a la mujer del brazo y la obligaba a ponerse en pie. Entonces usó uno de los dones que le había ofrecido Sittegg, uno al que llamaba «serenidad artificial»: la víctima se vería envuelta en un halo de seguridad, lo que la libraría del miedo y la volvería mucho más confiada y propensa a colaborar. Cuando empezó a surtir efecto, la Emisaria esbozó una sonrisa y, con toda la frialdad del mundo, le mintió a la cara—: Si colaboras no tienes nada que temer, no tengo ninguna intención de hacerte daño.

Convencida por aquellas palabras y por la «serenidad artificial», la joven se convirtió en una marioneta bastante más dócil de lo que hubiera imaginado. La Emisaria se vistió con las prendas que quitó a la enfermera muerta, haciéndose pasar por una empleada del hospital, y ordenó a su víctima que aguardara en la habitación, sin hacer ninguna estupidez, hasta que ella regresara.

Al cabo de un minuto volvió con una silla de ruedas en la que obligó a la mujer a sentarse. Sin decir palabra, la Emisaria empujó la silla fuera de la habitación y recorrieron los pasillos sin nadie que las detuviera. Todos aquellos con los que se cruzaban tenían cosas más importantes en que pensar como para prestar atención a una enfermera empujando la silla de ruedas de una paciente. Una paciente que, aunque aterrada, interpretaba bien su papel para no llamar la atención.

Llegaron sin contratiempos al parking. La Emisaria acercó la silla de ruedas hasta un monovolumen azul y, tentando a la suerte, tiró de la manilla de la puerta del conductor: el coche estaba cerrado.

—¿Adónde me llevas? —preguntó la mujer. Todavía estaba asustada, pero ya no parecía una niña aterrada—. ¿De qué estás huyendo? Quizás pueda ayudarte si me explicas esta situación. Solo quiero que todo esto acabe cuanto antes.

La Emisaria miró con dureza a los ojos de su víctima, que guardó silencio de nuevo. Entonces cerró los párpados, pensó en Sittegg y en sus bastos poderes, y volvió a probar con la manilla del vehículo. Esta vez se oyó el chasquido del mecanismo al abrirse.

—Adentro —ordenó a la mujer.

—¿Y la silla?

La Emisaria se encogió de hombros.

—Déjala ahí.

Mientras la víctima se acomodaba en el asiento del copiloto, la Emisaria rebuscó en los bolsillos del uniforme de enfermera hasta encontrar una llave. Era demasiado pequeña, quizá de una taquilla, pero daba igual; lo importante era que entrase en el contacto.

—No va a funcionar —dijo su acompañante.

En cualquier otra situación eso sería cierto. Sabía que era imposible que esa llave pudiera servir para arrancar el coche, pero lo imposible había quedado muy lejos de ser relevante para ella. Giró con determinación y el motor del monovolumen emitió su bronco sonido.

—¿Cómo demonios has hecho eso?

La Emisaria se limitó a dedicarle a su rehén una sonrisa de complicidad. Después, con cierta torpeza, sacó el coche de la plaza de aparcamiento, enfiló la rampa de salida y se incorporó a las calles de la ciudad.

—¿No vas a decirme adónde me llevas?

—Quiero que conozcas a alguien —fue su escueta respuesta. La víctima no insistió.

Aunque no era hora punta, la gran afluencia de tráfico suponía un inconveniente para sus olvidadas dotes de conducción. Recibió algún que otro bocinazo por ir demasiado lento o por cambiarse de carril de forma brusca; también algunos insultos dirigidos a ella y a su madre. Sin embargo, la Emisaria no perdió los nervios y continuó conduciendo sin perder la calma, confiando en que Sittegg la protegería de cualquier obstáculo que apareciera en la carretera.

Entonces le asaltó una duda. ¿De verdad estaba segura de la protección de Sittegg?

Una parte de su mente decía que sí, pero el resto no estaba tan convencido. Lo sucedido un día atrás podía ser prueba de que la entidad no era tan todopoderosa como le había hecho creer, pero esa parte que confiaba ciegamente lo consideraba la excepción que confirmaba la regla. Además, la mujer que iba a su lado, en el asiento del copiloto, bien podía haber sido la herramienta de Sittegg para salvarle la vida.

Intentando buscar algo que confirmase esa teoría, la Emisaria apartó la vista de la calzada y observó a su rehén, saltándose un semáforo y provocando un accidente a su paso.

La mujer se había quedado dormida. Por su rostro relajado, nadie diría que en solo unas cuantas horas hubiera sido víctima de un accidente, testigo de un asesinato y objeto de un secuestro. Y todavía le quedaba convertirse en ofrenda para un sacrificio humano. La Emisaria sonrió al verla descansar de forma tan plácida, y esa sonrisa desencadenó dentro de su cabeza una riada de imágenes, mucho tiempo atrás olvidadas, que la obligaron a pisar el freno.

Se vio a sí misma, muchos años antes, conduciendo por una autopista. Su marido dormitaba en el asiento del copiloto, con expresión igual de relajada que su víctima. En la parte de atrás también dormía su hija, su más poderosa razón para vivir. Iban de camino a la playa, a pasar las vacaciones en un hotel de cuatro estrellas, en lo que iba a ser la última etapa verdaderamente feliz de su vida. Luego llegaría la enfermedad que se llevó a la pequeña en menos de dos meses y, con ella, la espiral de destrucción que acabó con todo lo construido a su alrededor: se separó de su esposo, se enemistó con sus padres y sus hermanos, dejó de lado a sus amigos, perdió su puesto de trabajo, la echaron del equipo de baloncesto infantil al que entrenaba, abandonó su labor de voluntariado en múltiples asociaciones…

Un coro de bocinazos, pitidos e imprecaciones la devolvieron a la realidad, pero fue la voz de su acompañante lo que la hizo reaccionar.

—¿Te encuentras bien?

Sacudió la cabeza, intentando disipar todos esos recuerdos que creía haber olvidado. Había puesto mucho empeño en que así fuera, pero al parecer nunca consiguió deshacerse del todo de ellos. Sentía un ligero escozor en los ojos, enrojecidos y húmedos, y esbozó un amago de sonrisa al mirar a su compañera.

—A veces la memoria duele —fue su enigmática respuesta.

Luego volvió a poner el coche en marcha.

Ya estaban cerca de su destino. No sería difícil encontrar aparcamiento en el parque junto al río. Desde allí recorrerían el centenar de metros que lo separaban de la parte baja del puente, para después adentrarse en la vasta y laberíntica red de túneles que se extendía bajo la ciudad. Cuando llegaran a la cámara donde se encontraba el santuario, solo tendría que encadenar a la mujer y torturarla… antes de acabar con ella.

Al pensar en ese último paso siempre experimentaba una punzada de excitación, pero en esta ocasión había algo diferente. Otro sentimiento pugnaba en su interior, algo que, al igual que sus recuerdos, creía relegado al olvido: compasión.

¿De verdad era necesaria tanta crueldad?

La primera vez que llegó a la cámara de Sittegg le quedó claro que la casualidad no tenía nada que ver. La entidad se le reveló como un ser divino y le confesó que su propio dolor fue lo que la condujo hasta allí, hasta él. Se alimentaba de sufrimiento, y solo el sufrimiento humano podía abrir el portal que le permitiría llegar al mundo terrenal. Entonces el dios le propuso un trato: ella se convertiría en su Emisaria, en su herramienta para abrir el portal; a cambio, la despojaría de todo aquello que le hacía sufrir, prometiéndole además un lugar privilegiado en el nuevo mundo que estaba por llegar.

Tomar una decisión no fue difícil. La muerte de su pequeña, de su razón para vivir, había arrastrado su vida en una espiral de dolor que la ahogaba. Si aceptar aquel trato iba a acabar con el tormento, no le importaban las consecuencias. Pronunció palabras de aceptación y en ese mismo instante cayó bajo el influjo y protección de Sittegg, recibiendo sus dones. A cambio, ella le ofrecería víctimas a las que haría sufrir; cuanto mayor fueran el sufrimiento y el dolor, mayor sería su poder y mayores los dones con que le recompensara.

No tardaron mucho en llegar al parque. La Emisaria se puso tensa ante la posibilidad de que la rehén aprovechara la ocasión e intentase escapar, pero su temor resultó infundado. La chica esperó dócilmente a que le abriera la puerta y le diera permiso para bajar del vehículo.

—¿A quién quieres que conozca? —dijo cuándo puso los pies descalzos en el suelo.

Durante un primer instante, la Emisaria quedó desconcertada con la pregunta, pero pronto recordó el amago de conversación que habían mantenido mientras conducía.

—Es alguien muy especial —contestó, escogiendo con cuidado las palabras.

—Y ¿qué quiere de mí?

Tú dolor, tus gritos, tu sufrimiento y tu agonía, pensó. Alimentarse de tu miedo, vaciar esa cabeza de toda esperanza. Hacer que desees la muerte más de lo que has deseado nada en la vida. Y cuando por fin te la conceda, tampoco podrás descansar, porque tu alma, rota en mil pedazos, le pertenecerá para siempre, formará parte de él.

Podía haberle dicho alguna mentira, solo con la intención de calmar su curiosidad; o haberle contado la verdad, lo que con toda seguridad rompería la «serenidad artificial» que todavía la envolvía, desatando la consiguiente reacción de pánico y, con ello, un más que probable intento de fuga. Pero decidió no responder. Sin embargo, lo que más le sorprendió fue el motivo que la llevó a guardar silencio: no quería mentirle, tampoco provocarle un miedo innecesario. No se lo merecía.

¿Qué no se lo merecía? ¿Desde cuándo decidía ella qué era merecido y qué no? Nunca antes había albergado pensamientos semejantes y no comprendía por qué le asaltaban ahora. ¿O sí lo entendía? ¿Tendría algo que ver con los recuerdos recién redescubiertos? Una palabra se coló en sus pensamientos, tenue como un susurro, a modo de respuesta, y allí quedó resonando, débil pero de forma permanente: humanidad.

Sacudiendo la cabeza para eliminar el eco de aquella palabra, se limitó a empujar suavemente la espalda de la joven para guiarla hasta la vieja puerta de servicio oculta debajo del puente.

—¿Está ahí dentro? —La chica parecía confusa.

—Es solo la entrada —contestó la Emisaria—. Aún hay que recorrer un trecho hasta llegar al lugar donde se encuentra.

Traspasaron la puerta y fueron a dar a un pequeño almacén donde se guardaban algunos utensilios y herramientas de jardinería, todos viejos y estropeados. Aquella sala no se usaba desde hacía varias décadas. La Emisaria se acercó a una estantería y la empujó hasta dejar visible un hueco muy oscuro. El olor a humedad invadió el pequeño cuarto.

—Pasa —ordenó.

La rehén obedeció y ella la siguió. Encendió una linterna y el haz de luz iluminó un túnel, escavado de forma tosca y apuntalado cada pocos metros con vigas de madera.

La Emisaria condujo a la víctima por la red de túneles con la seguridad que le otorgaba la experiencia. Conocía a la perfección cada giro, cada recoveco de aquellas grutas, de tantas veces que las había recorrido.

—Estos túneles son muy viejos —explicó. No sabía muy bien por qué estaba hablando, pero se dio cuenta de que le apetecía compartir aquello que solo ella sabía sobre el lugar, como haría con una amiga—, y se extienden por debajo de todo el casco antiguo de la ciudad. En su momento fueron usados por la nobleza con la intención de ir y venir a su antojo sin que nadie lo supiera, o como vía de escape si la ciudad caía bajo asedio.

—Nunca había oído hablar de ellos —confesó su acompañante

—Muy pocos los conocen. —Y luego añadió—: Estos túneles son un laberinto para quienes se aventuran a recorrerlos sin conocerlos.

Después las dos quedaron en silencio. La Emisaria pronunció la última frase a modo de amenaza disuasoria, aunque más bien sonó a advertencia para evitar un mal mayor. Lo cual era ridículo; no había mal mayor que aquel por el que iba a hacerla pasar en un rato.

—Vas a matarme, ¿verdad?

La Emisaria se detuvo al instante, enfocando con la linterna el rostro de la víctima. La pregunta le había pillado por sorpresa, pero más sorprendente fue ver la máscara de resignación que tenía delante. Ni siquiera con la «serenidad artificial» se esperaba algo semejante.

—No es necesario que me mientas —continuó hablando la chica—. Lo sé desde que salimos del hospital.

Una punzada lacerante atravesó su pecho. No era nada físico, sino emocional. ¿Pena, quizás? Sí, era pena. Hacía mucho que no sentía nada semejante, pero la tristeza era una emoción con la que había mantenido una relación demasiado estrecha: la muerte de su hija y la soledad al apartar de sí a todos aquellos que la querían y apreciaban la sumieron en un pozo de pesar del que le resultó imposible salir. Sin embargo, había una pequeña diferencia que no supo identificar entre lo que sentía ahora y lo que sufrió entonces.

—¡Continúa! —ordenó con un gruñido. No le gustaban nada los pensamientos que rondaban su mente.

La rehén obedeció y reemprendió la marcha. Pero la Emisaria no consiguió dejar atrás sus pensamientos, había identificado la diferencia entre los dos tipos de tristeza: la empatía. Mientras que el dolor experimentado antaño se caracterizaba por su egoísta y permanente regodeo en la autocompasión, lo que ahora sentía era pena por alguien ajeno a ella.

Esa revelación no fue nada en comparación a la que le asaltó instantes después. Al principio lo tomó como algo pasajero, una idea absurda que desaparecería con el siguiente paso, con el siguiente parpadeo, con la siguiente exhalación de aire. Pero más bien sucedió al contrario y, con cada paso, parpadeo y respiración, fue tomando forma hasta convertirse en una certeza: no quería matar a esa mujer.

No quería matarla; tampoco torturarla. Entonces, ¿por qué hacía todo aquello? La respuesta inequívoca era simple: porque se lo debía a Sittegg, que le había liberado de su dolor y de su angustia.

Pero ¿por qué debía hacer daño a otros?

Nunca antes de aquello había sido mala persona, ahora lo recordaba. ¿Podría volver a ser, alguna vez, la misma que fue en el pasado?

No lo creía. Sittegg se encargaría de mantenerla a su lado, obligándola a seguir proporcionándole sufrimiento con el que alimentarse; debía arrancar todo el dolor posible a la víctima que caminaba a su lado, y ella no se negaría.

Minutos después llegaron a la cámara que albergaba el santuario, y nada pudo preparar a la víctima para lo que se iba a encontrar.

La luz de unas antorchas repartidas por las paredes iluminaba una sala excavada en piedra gris. Al fondo, frente a la entrada, un enorme bloque de colores ambarinos dominaba la estancia; su superficie irregular era similar en textura al resto de paredes, salvo por una cara, plana y pulida hasta el punto de parecer un espejo. A la izquierda, una serie de argollas herrumbrosas colgaban de cadenas, igual de oxidadas, ancladas a la pared; tanto la piedra como el hierro lucían manchas de un rojo muy oscuro. A su lado, sobre una mesa, se exponían un sinfín de artilugios cuyos retorcidos usos solo eran conocidos por las mentes más enfermas.

Sin embargo, lo que convertía a aquella sala de tortura en una verdadera pesadilla sacada del infierno, era el rincón oculto tras el bloque ambarino: todas y cada una de las víctimas que habían pasado bajo los instrumentos de tortura de la Emisaria se encontraban allí, despedazados y amontonados sobre un enorme charco de sangre reseca. La imagen era dantesca: había cabezas, unas enteras y otras aplastadas, algunas con los ojos arrancados, otras con puntas clavadas en el rostro; había miembros, brazos y piernas doblados por sitios que deberían mantenerse rectos, algunos conservaban manos y pies, otros acababan en muñones sanguinolentos; había torsos, todos con multitud de heridas y cortes, algunos con las entrañas fuera, otros deformados por los golpes.

Lo que no se veía era ningún rastro de podredumbre. Sittegg conservaba la carne intacta, protegida de la corrupción para así seguir alimentándose del tormento sufrido por los cuerpos.

La visión de este espectáculo fue demasiado para el próximo sacrificio a Sittegg, que perdió de golpe la calma con que había recorrido los túneles y comenzó a gritar antes de intentar huir. La Emisaria se esperaba esa reacción, así que golpeó con fuerza la cabeza de la víctima. Cayó al suelo pero no quedó inconsciente, aunque sí lo suficientemente aturdida para no oponer resistencia mientras la encadenaba a la pared.

—¿Por qué me haces esto? —preguntó con voz pastosa. Le costaba pronunciar las palabras—. ¿Qué quieres de mí?

—Yo no quiero nada —contestó la Emisaria, que acababa de escoger una herramienta con un filo curvado—. Es él quien quiere tu dolor.

Como si quisiera confirmar sus intenciones, acercó el filo a la cara de la mujer y practicó un tajo, profundo y con lentitud, en el pómulo derecho. La víctima gritó.

Activado por el alarido de dolor, el bloque ambarino comenzó a brillar con luz propia. Unas luces de aspecto líquido danzaron por la superficie pulida, estirándose y encogiéndose, contorsionadas una y otra vez, hasta que terminaron por tomar la forma de un rostro contrahecho.

—BUEN TRABAJO, SIERVA MÍA. —La voz no provenía del bloque de piedra, más bien parecía brotar de la propia estancia, y resultaba ensordecedora—. MI EMISARIA LO HA HECHO BIEN, COMO DE COSTUMBRE, AUNQUE EN ESTA OCASIÓN HA REQUERIDO MÁS FAVORES DE LO HABITUAL. ¡ESPERO QUE MEREZCA LA PENA!

La Emisaria iba a agradecer las palabras de su amo, pero los gritos aterrados de la víctima la detuvieron. Para evitar futuras interrupciones, buscó en la mesa aguja e hilo para coserle la boca. La sujetó con firmeza por la barbilla y, en el momento en que iba a atravesar el labio con la aguja, se produjo un contacto visual.

La muda súplica que gritaban aquellos ojos hizo temblar la mano de la Emisaria y sus dedos dejaron caer el utensilio. La duda se había apoderado otra vez de ella.

—¿QUÉ ES ESE TITUBEO QUE DETECTO? —La voz parecía enojada, el bloque de piedra había tomado un tono más oscuro, casi anaranjado.

—Lo siento, mi Señor —se disculpó la Emisaria, apresurándose a recoger la aguja.

Había sido demasiado torpe y su amo no admitía la incompetencia. Tenía que subsanar el error, debía pensar en algo que lo compensara. Escogió de la mesa un garrote con puntas; con él partiría los huesos de brazos y piernas, además de provocar lacerantes heridas.

Se enfrentó de nuevo a la víctima, dispuesta a provocar el mayor sufrimiento que pudiera. Alzó el garrote y lo descargó con todas sus fuerzas; su grito de rabia se fundió con el de la torturada en uno solo.

Saltaron chispas cuando las puntas de metal golpearon la pared. En el último instante había desviado la trayectoria, haciendo una elección que, hasta ese momento, ignoraba que fuese posible.

No quería seguir con eso. Los recuerdos dolorosos del pasado afloraron de nuevo a su memoria y actuaron como si de un despertador se tratara; la Emisaria por fin era capaz de escapar de la pesadilla en que llevaba tanto tiempo sumida. El influjo de Sittegg, tan poderoso dentro de la cámara, perdía su dominio sobre ella, que había comenzado a llorar de forma desconsolada.

Por primera vez era consciente del mal que había hecho, del dolor provocado y de las atrocidades cometidas. La simple visión del bloque ambarino le aterraba, sabedora de lo cerca que había estado de traer un terrible demonio al mundo. Y cuando su vista se posó en el macabro montón de cuerpos mutilados, fue incapaz de contener las náuseas. Después de vomitar, la Emisaria recordó su nombre.

—¡TRAICIÓN! —retumbó la voz de Sittegg, y el bloque se volvió casi rojo por completo—. ¡PAGARÁS MUY CARA TU OSADÍA! NUNCA SALDRÁS DE MI SANTUARIO, PERMANECERÁS AQUÍ POR TODA LA ETERNIDAD Y ME ALIMENTARÉ DEL DOLOR QUE YO MISMO TE PROVOCARÉ. TE ARREPENTIRÁS POR SIEMPRE DE ESTA DECISIÓN.

Un temblor súbito sacudió las paredes, grandes grietas resquebrajaron la roca. La Emisaria…

No. Carla. Ese era su verdadero nombre.

Carla se preparó para salir corriendo de la sala. Tal vez pudiera encontrar en los túneles algún sitio donde estar a salvo antes de que todo se viniera abajo.

—¡No me dejes aquí! —escuchó la voz de la mujer encadenada—. No quiero morir.

Carla sabía que, si todo se derrumbaba sobre ellas, la muerte era lo mejor que podía pasarles. Pero no podía abandonar a esa mujer al cruel destino que le esperaba. A fin de cuentas, ella la había llevado hasta allí. Era su responsabilidad.

Mientras Sittegg seguía profiriendo amenazas, Carla abrió los grilletes que retenían a la prisionera. Por suerte no había herido a la mujer, por lo que podía moverse sola.

—¡Vete! —la ordenó—. Es preferible aventurarse en los túneles que morir aquí.

La chica la miró un instante, dubitativa, pero al final accedió y salió corriendo hacia la oscuridad.

—HAS DESPERDICIADO TU ÚNICA OPORTUNIDAD —rio Sittegg, y los temblores de la sala aumentaron.

Sabiéndose responsable de todo aquello, Carla empuñó el mismo garrote con que pretendía atacar a la víctima y golpeó el bloque de piedra. El tono que ahora mostraba era purpúreo y las risas resonaban todavía con más fuerza. Por mucho ímpetu que pusiera en cada golpe, los ataques no hacían ninguna mella en la pulida superficie del bloque.

Entonces tuvo otra revelación: iba a morir y el demonio que se alimentaba de sufrimiento la devoraría durante mucho tiempo. Pero, por extraño que pareciera, no le importó. Aunque no pudiera reparar el daño hecho a tanta gente, el recuperar algo de su cordura sirvió para salvar la vida que ella misma había condenado. Si ahora, con su sacrificio, conseguía que Sittegg centrara sus energías en ella y no en alcanzar este mundo, al menos algo habría conseguido; un último acto de redención no merecida.

Los brazos le dolían, pero siguió golpeando con todas sus fuerzas. Sittegg continuó riendo con carcajadas atronadoras y carentes de humor. El santuario empezó a venirse abajo, aplastando la mesa donde reposaban los instrumentos de tortura y cubriendo de rocas la montonera de cuerpos. Entonces, justo antes de que cientos de toneladas se desplomaran sobre Carla, apareció una grieta, minúscula pero real, en la superficie pulida del bloque de piedra.